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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

José Ignacio Rufino

La conjura de los precios

SORPRENDENTES resultan ciertos cambios repentinos en las pautas de consumo de los andaluces. Resulta que, según recientes sondeos, nos hemos vuelto agarrados y hasta cutres en nuestra forma de comprar y gastar. Esta semana hemos sabido que se ha producido una caída histórica del consumo de cerveza, renunciando el personal en parte no sólo al disfrute de amigos y comentarios, sino al efecto antioxidante de la espumosa, que tan buena coartada supone. Esperemos que esta infidelidad sea debida a la brusca caída de las temperaturas y lo inclemente del tiempo, que nos han mantenido en la mesa de camilla y retirados de las barras. Más lógico podría parecer, como decían Los Chanclas, aplicar la máxima de la resignación por la vía rápida: "A los problemas sin remedio, litro y medio".

Hace un par de semanas, otros estudios revelaron que el frenesí de la marca blanca ha hecho que las cadenas de supermercados cambien sus políticas de aprovisionamiento y disposición de lineales. Los productos marca Ultracor, El Terrateniente o Candemour son en la mayoría de los casos suministrados por fabricantes que venden a menor coste grandes lotes a las grandes superficies, que los etiquetan con marca propia. Se los supone tan buenos como los originales. Solemos declarar nuestra devoción a tal tomate frito o a aquel atún en escabeche, consolidando en nuestro fuero interno la sensación de estar ahorrando, y hasta haciendo un gran negocio doméstico. No hay mejor forma -ni más duradera y barata- de fidelizar a un cliente que conseguir que él se fidelice solito.

Pero lo más duro de tragar, sin embargo, es el hecho de que, en un país de buenos vinos baratos como es el nuestro, la gente se haya pasado al tetrabrik como un torero de arte se tira al callejón. ¿Hay razones de peso para tal migración desde el criancita al vino pendenciero? No lo creo; si hacemos las cuentas, veremos que el ahorro no compensa el trajín de cuentas que hay que hacer -gafas de cerca y calculadora en ristre-, con el estrés que eso produce. En las familias minimal de hoy, la curva ABC de los contables nos demostraría que dedicamos mucho tiempo y muchas cavilaciones a una ganancia pequeña. Ahorrar tres euros en una compra de treinta puede estar bien, pero no a costa de no comer lo que a uno le gusta, ni a costa de quebrarse la cabeza para conseguir un pírrico ratio coste/beneficio. Pero cada uno se divierte o se consuela a su manera, eso por supuesto.

Los teclados de los centros de trabajo, por su parte, peligran con el bocadillismo que señorea de forma creciente: las migas acaban anulando las teclas. Los menús a 10 euros ya no nos parecen baratos y, ricos bocadillos aparte, la gente no se sufre apuro ninguno por sacar a mediodía un tupper, una fiambrera o una tartera reciclada del chino. Ya no sólo los alumnos de la universidad se zampan unos macarrones -fríos, pero caseros- en el campus, sino cada vez más oficinistas y empleados. De sobremesa, el cigarrito de liar gana adeptos de forma fulgurante.

Los recortes llegan al servicio doméstico. La preocupación por lo mal que está el servicio dio paso a considerar que quien tenía una asistenta tenía un tesoro. Hoy, las mucamas vuelven a ser también españolas, y su nivel de paro es directamente proporcional al volumen de las pelusas por los rincones. Un último apunte sobre la condición del consumidor argentinizado: sabrá como yo de gente que se ha conjurado contra una hostelería que produjo su propio milagro de los panes y los peces con la implantación del euro. Y se han prometido que, a la menor subida de la cerveza, las tapas o las tostadas, abandonarán su Cheers de la esquina de toda la vida, como quien abandona a un cónyuge ludópata que te mete mano en el monedero y malvende la plata. "Fue bonito mientras duró, pero adiós", amenazan con decir.

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