LAS quejas exteriores ante el tono agresivo e hirientes palabras de independentistas y podemitas, en los recientes debates del Congreso, difícilmente les harán rectificar ni alterar sus próximas proclamas. Basta leer el breve y esclarecedor ensayo de Umberto Eco, La construcción del enemigo, para comprender que convertir a sus adversarios en grotescos enemigos es la única opción, repetida una y otra vez, de los movimientos populistas para dotarse de un sitio en la política. Con su habitual sorna erudita recorre Eco todos las experiencias similares de los últimos tiempos en Europa y les encuentra un determinante punto común: su primer paso fue fabricarse un imaginario enemigo en el que depositar las culpas de todos los males sociales. Una vez convencida y encauzada una parte de la opinión pública tras esos derroteros, las propuestas propias y los programas prácticos importan poco. Es suficiente que tengan un aire persuasivo, etéreo y amoldable al oportunismo del momento. Estas actitudes tan teatrales van a proseguir, pues, ya que su exhibición les garantiza su supervivencia, mientras pervivan injustas situaciones sociales (en el caso de Podemos) y mientras un cierto sentimentalismo tóxico tenga convencido a muchos catalanes de que la independencia les salvará de sus males (tal como proclaman los secesionistas).

Con todo, esta agresividad verbal destinada a reconvertir al simple adversario en traidor y enemigo -aunque frecuente en todas partes, como señala el autor de El nombre de la rosa- ha adquirido últimamente en España una peculiaridad que conviene destacar. Los representantes parlamentarios de los dos tipos de populismo aludidos, cuando se suben a sus púlpitos se transfiguran, se olvidan de que son sólo portavoces de sus movimientos y parecen sentirse transportados en volandas a un escenario en el que su propio yo lo decide todo. Como se ha podido percibir en estos días, tan pronto toman la palabra se impone su narcisismo, el ego se hace tan presente, que el político (que indudablemente llevan dentro) se ve obligado a subordinarse ante el papel de actor que los domina. Tal como si hubieran asumido plenamente el ideario situacionista: en nuestra sociedad ya todo es espectáculo. Se desentienden del valor prioritario de la comunicación verbal para sólo estar pendientes del efecto escenográfico de sus gestos. Mas para que estos montajes se eclipsen, convendría que los que realmente padecen su tragedia social supieran distinguir, entre sus posibles portavoces, los que solo aspiran a un lucimiento de comediantes.

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