La corrupción

La confianza en el Gobierno ha llegado a estar tanto o más por los suelos que en la Junta de Andalucía

Extraña a muchos por ahí lo que juzgan amplia tolerancia de los andaluces con la corrupción socialista. Y aducen como prueba el modo en que se está desarrollando la fase más ardua del juicio por los falsos ERE, cuyo coste a las arcas regionales se estima en no menos de 700 u 800 millones de euros. Es verdad que el tremendo escándalo que aquello supuso hace unos años ha sido ya amortiguado por la distancia y por el efecto de la catarata de casos tal vez menores en comparación pero de gran impacto sobre la opinión. Y también porque a estas alturas, cuando el PSOE andaluz -¿quién lo diría?- se ha convertido en el último exponente de la izquierda responsable y garante de la estabilidad del sistema, hay pocas ganas de contribuir a su desprestigio.

Hubo un momento, cuando el asunto de los ERE se vio reforzado por el no menor fraude de los cursos de formación -la Intervención de la propia Junta elevó hasta 3.015 millones la cantidad pendiente de justificar-, en los primeros meses de 2015, de gran indignación ciudadana. Desde uno de estos modestos Envíos se llegó a pedir que el Gobierno de la nación interviniera por decreto a la Junta -hoy sabemos que eso se llama un 155- como medio para detener el brutal latrocinio y proceder al castigo de los culpables, pero hoy por hoy ¿quién vigilaría al vigilante? La confianza en el Gobierno ha llegado a estar tanto o más por los suelos que en la Junta.

Parece que esto de la corrupción no hay quien lo arregle, ni policía ni jueces. El mal es más hondo y tiene que ver con una quiebra de orden moral que se ha instalado en nuestra sociedad. Siempre hubo y habrá cierta corrupción pública porque todos los hombres son sobornables, pero es preciso remontarse muy atrás para contemplar algo semejante en nuestra historia. Hace dos meses, en una memorable intervención en un encuentro con laicos en el Arzobispado de Sevilla, monseñor Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid y uno de los más finos teólogos de nuestro episcopado, dio algunas claves al respecto: los hombres vivimos bajo el imperativo de poseer sin límite alguno. Ese deseo es un reflejo negativo del deseo de Dios, de un bien infinito. En la medida en que personal y socialmente prescindimos de Dios el imperativo de bienes materiales nos domina más y más. Una vieja historia que presenta un coste social inmenso: la injusticia bajo todas sus formas.

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