EL desenlace de la desaparición de la joven sevillana Marta del Castillo congeló ayer el semblante de los habitantes de esta ciudad. Nunca una sociedad está preparada, por más que se intuya, para recibir una noticia como la que el propio ex novio de la joven se encargó de ofrecer al admitir en el interrogatorio policial que la había golpeado hasta matarla y se había deshecho del cuerpo arrojándolo al Guadalquivir. No sólo familiares y amigos se aferran hasta última hora a la esperanza de que la persona desaparecida regrese sana y salva al hogar; la sociedad entera -a pesar de todos los indicios en contra- se asoma siempre a un resquicio por el que atisbar un final feliz. Sin embargo, otra vez sobrevino la tragedia. Suena la hora, en este momento, de transmitir toda la solidaridad y dar todo el abrigo posible a unos padres destrozados por la pérdida de la hija. Si en todos los casos la muerte del fruto de una pareja es irreparable, debido a una grave enfermedad o a un accidente, el desconsuelo se eleva a la enésima potencia cuando conocemos que la desaparición de la faz de la tierra de una joven de 17 años se debe a un terrible acto de violencia que nadie puede entender. ¿Cómo un joven "normal" -en la ya más que archisabida calificación que emplean los conocidos de alguien que comete esta clase de crímenes- es capaz de un acto así? Aquí es donde se impone la reflexión de todos. La tragedia de Marta del Castillo no debería, con el tiempo, quedar únicamente en el registro de las fechas de una cronología negra; no puede sólo engrosar las páginas más tristes de las hemerotecas. Es la hora de que la sociedad entera, empezando por las autoridades que la gobiernan y administran, se pregunten de una vez por todas qué pasa con los jóvenes que saltan de la infancia a lo peor del mundo adulto y a jugar peligrosamente demasiado pronto con las pasiones y las rencillas de los mayores. Que un joven de 20 años como Miguel Carcaño se confiese de forma fría autor de este horrendo crimen, y que un amigo lo ayudara a ocultar pruebas, provoca un inmenso dolor y mayor indignación. Si es como él lo ha contado, es el único culpable. Pero la sociedad no debería respirar tranquila únicamente con su condena: debe reflexionar en profundidad e intentar, en la medida de sus posibilidades, que dramas como éste no se repitan.

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