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Joaquín Aurioles

Las crisis de las instituciones

La situación exige cirugía en el entramado institucional, empezando por desactivar los mecanismos que permiten financiar privilegios corporativos con fondos públicos · No basta con cerrar ministerios y consejerías

AUNQUE sus causas originales puedan circunscribirse al ámbito económico, cuando las crisis son tan intensas como la actual, pueden terminar afectando a la estructura del sistema social, político o institucional. Ocurrió con la crisis del 29, que alumbró la transición del capitalismo, la implantación de los postulados keynesianos sobre la intervención del Estado en la economía y la aparición del estado del bienestar. Todo estuvo a punto de desmoronarse con la crisis de los 70 y la tormenta liberal que se desencadenó a continuación, pero lo cierto es que la mayoría de sus instituciones consiguieron sobrevivir. El resultado fue que nuevas instituciones, las organizaciones no gubernamentales, desplazaron a los gobiernos, partidos políticos, sindicatos y otras instituciones de la sociedad civil de cuestiones tales como la lucha contra la pobreza, la ecología o los derechos humanos.

También la crisis actual adoptó un cariz sistémico desde el principio. Fueron los dirigentes de las principales economías del planeta los que se reunieron en las cumbres del G-20 para estudiar cómo reconstruir un sistema que amenazaba con desmoronarse. También eran los máximos representantes de los estados que habían asumido la responsabilidad de proteger al ciudadano ante cualquier adversidad, incluida la pérdida del empleo, y de garantizar la justicia social, enarbolando las banderas de la solidaridad y la igualdad. A finales de 2009, cuando muchos gobiernos terminaban de perfilar sus presupuestos para 2010, se pudo advertir que algunos estados tendrían que utilizar al máximo su capacidad de endeudamiento para evitar el desmantelamiento del sistema de protección y también la quiebra. El escepticismo con que los han recibido los mercados ha puesto de manifiesto que las principales amenazas contra el sistema han aparecido en las propias estructuras del Estado del bienestar.

La función protectora del Estado se articula en torno a la producción de servicios públicos gratuitos o subvencionados, especialmente los de sanidad y educación, y a los sistemas de seguridad social. Algunas necesidades, como las del sistema de pensiones, son fáciles de predecir, pero otras, como el subsidio de desempleo, tienen un marcado carácter cíclico y se conciben con la finalidad de garantizar la cobertura de las necesidades básicas de la población que pierde su puesto de trabajo. Si se considera que la situación de desempleo es transitoria, el gestor prudente se conformará con disponer de un fondo de maniobra que engorde en las expansiones con el fin de atender las mayores necesidades en las recesiones. El problema es que cuando el paro crece mucho más de lo que cae la economía y además amenaza con seguir creciendo durante mucho tiempo, el fenómeno deja de ser cíclico y se convierte en estructural. Pretender afrontarlo con instrumentos concebidos para situaciones transitorias se convierte en una nueva amenaza de inestabilidad.

En España todos los niveles de Gobierno han asumido la necesidad de revisar con urgencia el funcionamiento del sistema, pero solo desde finales del pasado año se admite que hay que hacer bastante más que reducir el gasto. El Programa de Estabilidad plantea reducir el tamaño del Estado y las iniciativas al respecto se han multiplicado, aunque serán necesarios más esfuerzos, no tanto para cumplir los compromisos con Bruselas, como para garantizar la supervivencia del Estado del bienestar.

Entre lo positivo que dejará esta crisis estará el haber puesto al descubierto una serie de perversidades, incluida la corrupción institucional, en el sistema. Los ciudadanos perciben que buena parte del esfuerzo tributario que realizan no se traduce en producción de bienes y servicios públicos ni se destina a fines sociales, sino al sostenimiento de un complejo entramado institucional en el que los intereses de grupo y corporativos predominan. Las instituciones se han vuelto opacas, o lo han sido siempre, pero es ahora cuando el desconcierto ante los mensajes contradictorios y las servidumbres de los mensajeros, es decir, de los medios de comunicación, llevan a desconfiar sobre la magnitud de lo que oculta el entramado político-institucional. Es de suponer que también advierten los ciudadanos cómo el egoísmo regional y nacional ha terminado por desplazar la solidaridad en las relaciones entre los territorios y que las autonomías han terminado por reproducir similares mecanismos de centralidad en sus territorios.

Imagino que tampoco los parados deben saber hacia dónde mirar a la hora de buscar apoyos para encontrar empleo. Algo parecido debe ocurrirle a los jóvenes, sobre todo, ante el desigual trato que perciben en materia de protección, frente los privilegios de los que disfrutan de contratos indefinidos. Las castas laborales del siglo XXI (desanimados, parados, trabajadores temporales, fijos y funcionarios) tampoco encajan con el concepto de igualad y justicia social que pregona defender el Estado del bienestar. No bastará con cerrar ministerios, consejerías, empresas públicas y despedir altos cargos para garantizar su supervivencia. La situación exige cirugía en el entramado institucional, empezando por desactivar los mecanismos que permiten financiar los privilegios corporativos con fondos públicos.

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