EN el mitin de Málaga Zapatero ha completado el círculo de su argumentario contra la crisis hasta convertirlo en argumentario contra el Partido Popular. Ya está preparado el ambiente para las negociaciones del Gobierno y los grupos parlamentarios: habrá acuerdos con CiU y, probablemente, PNV, y el PP se quedará solo, que es de lo que se trataba.

Primero la crisis no existía, recuerden, apenas era una consecuencia de la crisis global que no nos iba a afectar en profundidad porque estábamos mejor preparados que otros para afrontarla. Saldríamos de ella antes que los demás. Como ocurre lo contrario, es decir, que todos van saliendo poco a poco y España sigue a la cabeza de la destrucción de empleo y la recesión, ZP acudió a la socorrida conspiración exterior: es la avaricia y el afán especulador de los mercados financieros la causa fundamental de nuestra crisis (lo dice días después de mandar a la vicepresidenta Salgado a convencer a esos mercados de nuestra solidez y solvencia). Mano dura con ellos.

Faltaba el enemigo interno, y no podía ser otro que el Partido Popular. El que ahora lidera Mariano Rajoy, culpable de no arrimar el hombro en circunstancias tan difíciles, que ni ayuda al Gobierno ni ayuda a la sociedad española. Y, por supuesto, el que lideraba José María Aznar, que alentó la burbuja inmobiliaria al decretar la liberalización del suelo e hizo posible que se construyeran el doble de las viviendas que necesitaba el país y trabajasen en el sector el doble de los asalariados que podían emplearse en el mismo.

No se puede simplificar más con tal de eludir las responsabilidades propias. Aznar no hizo nada distinto a este respecto que el mismo Zapatero: subirse en la ola del crecimiento por encima de la media europea y presumir de que aquí se creaban más puestos de trabajo que en ninguna parte. Ninguno de los dos se preguntó qué calidad y estabilidad tenían esos empleos ni mostró inquietud ante la posibilidad de que el gigante económico español tuviera los pies de barro.

Huyendo también del simplismo, reconozcamos que toda la sociedad española pecó de aventurera y se adentró en la senda peligrosa de vivir demasiado tiempo por encima de sus posibilidades. Por seguir con el problema de la vivienda, cientos de miles de españoles se embarcaron en la compra de su primera o segunda residencia sobre la base de tres premisas que parecían inmutables: que el interés de los préstamos siempre sería bajo, que sus ingresos siempre irían en aumento y que el precio de la casa siempre iba a revalorizarse. Cuando fallan las tres al mismo tiempo, como ha pasado, el lío es morrocotudo.

Ni aunque Aznar fuese el político más pérfido del mundo estaría en sus manos haber creado una situación tan difícil.

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