EL caso Ballena Blanca ha acabado en chanquete blanco, como había pronosticado un abogado de la defensa. Fue presentado por las autoridades como el mayor golpe al blanqueo de dinero procedente del tráfico de drogas jamás realizado en España: cincuenta detenidos, 250 propiedades inmobiliarias intervenidas y una estimación de 250 millones de euros lavados por la trama.

Al cabo, la Audiencia de Málaga ha dictado sentencia condenando a penas menores a cinco de los diecinueve acusados, absolviendo a los restantes y dando un palo considerable al juez instructor -ojo, que es el mismo del caso Malaya, actualmente en juicio-, al fiscal y a los investigadores policiales. La Audiencia les reprocha haberse guiado por sospechas no probadas, insuficiente documentación y valoración excesiva de las labores de Inteligencia. Encima, anula las escuchas telefónicas que se pusieron en marcha contra los implicados.

Así pues, la montaña parió un ratón. Llueve sobre mojado. Muchas causas sobre escándalos urbanísticos y de corrupción política impactan también en la opinión pública cuando se inician y quedan en nada, o en poco, cuando acaban. Sobre todo aquellas en que los presuntos implicados son triunfadores de la política o la empresa -les perjudica el resentimiento social que se vuelca sobre los poderosos- y en los que jueces y policías no se privan de aplicarles la pena de telediario (registros a primera hora de la mañana, fuerte despliegue de agentes del orden, detenidos a los que se esposa sin necesidad, y todo con cámaras y fotógrafos previamente avisados).

A este nivel inflado de expectativas de culpabilidad y ansia justiciera corresponde luego un nivel equivalente de decepción cuando el juicio termina en agua de borrajas. Y no necesariamente por que la Justicia sea un cachondeo y se equivoque más de la cuenta, sino por algo más elemental: la culpa hay que demostrarla. No basta con que un equipo policial o un fiscal tengan sospechas de que alguien ha cometido un delito. Deben allegar pruebas sólidas para convencer al tribunal de que sus sospechas responden a la realidad. De modo que para condenar a una persona se necesita -y no conozco un sistema menos malo- que sea culpable, en primer lugar, y que se demuestre que lo es, en segundo y definitivo.

Para lo cual hace falta más solvencia y discreción y menos espectacularidad y resonancia. Algunos de los jueces más brillantes y estelares de este país destacan por lo mal que instruyen las causas que tocan. Algunos responsables policiales destacan por lo mucho que descuidan las formas y lo rápido que venden sus éxitos. Pero el éxito no es detener a gente principal, sino poder demostrar su culpa.

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