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COMO me gusta más ver la botella medio llena que medio vacía, escribí a bote pronto, en cuanto terminó el debate ZP-MR, que lo mejor fue que no se hizo largo. Algo parecido debieron pensar los ciudadanos que lo siguieron por alguna de las televisiones implicadas. No fueron pocos: más de trece millones. Una audiencia así no la ha tenido ningún programa, salvo en tres o cuatro ocasiones, desde que se miden los shares televisivos en España.

Había, pues, hambre de debate, un hambre azuzada por dos factores complementarios. Por un lado, se demuestra que la política sí interesa a la gente, siempre que no sea la política con minúsculas en la que suelen enzarzarse precisamente los políticos, sino la gran política que se decide en contadas ocasiones, el enfrentamiento pacífico de conceptos antagónicos del mundo y de la vida, la posibilidad real de optar entre unos y otros. Por otro, no nos engañemos, el ambiente creado por los medios informativos en torno al debate ha sido tan intenso y abrumador que esa noche, la del lunes 25, había que ver el debate. Con la misma técnica triunfan películas y exposiciones. La gente no quiere perderse lo que se le machaca que no hay que perderse de ninguna de las maneras.

Pero, en fin, la botella también está medio vacía. La percepción común en casi todos los sondeos de que Zapatero se impuso a Rajoy por un margen escaso, que no autoriza a sacar conclusiones para el 9-M, ha de dejar paso a otra reflexión que también sugerí la noche de marras: ¿qué debate? Lo que vimos y escuchamos fue una concatenación de discursos cronometrados hasta el ridículo que discurrían en paralelo y sólo se cruzaban a cuenta de los contenidos previamente pactados. Lo menos interesante para los espectadores, y lo menos influyente; pocos encuestados han admitido que el debate les vaya a hacer cambiar el sentido de su voto.

En fin, menos da una piedra. Quizás dentro de unos años, cuando los debates formen parte de la cultura democrática de este país y respondan más a las exigencias e intereses de la ciudadanía que a los miedos y las conveniencias de la clase política, podamos asistir a auténticos combates dialécticos entre los candidatos y entre éstos y los periodistas (que no se reducirán a la tarea de fragmentos del decorado y cronometradores de oficio). Una amiga que siguió el último cara a cara entre Obama y Clinton me comenta su admiración por lo que vio: un plató abarrotado de gente que pitaba o aplaudía, varios periodistas sacando temas a comentar por los candidatos y pidiéndoles explicaciones, y dos candidatos que argumentaban sin necesidad de ostentar gráficos ni mirar de reojo el reloj. Un gusto de agilidad y fluidez, dice ella.

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