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La tribuna

Ángel Rodríguez

Los derechos de Aminatu

JUNTO con el gran problema de fondo -la autodeterminación del pueblo saharaui-, la huelga de hambre de Aminatu Haidar plantea también otro que no debe confundirse con el anterior: si los poderes públicos españoles podrán o no intervenir para proteger su vida cuando su propia actitud le provoque un riesgo cierto e irreversible. No sólo son dos problemas distintos, aunque evidentemente relacionados, sino que tienen distinta naturaleza: uno es político, pero al otro, jurídico, debe dársele una solución fundada sólo en el derecho.

La cuestión a resolver, por lo tanto, es si los derechos fundamentales que Aminatu Haidar está ejerciendo con su huelga se verían o no vulnerados si se le alimentara en contra de su voluntad. Y el primer paso para resolverla es identificar cuáles son, exactamente, esos derechos. Comencemos por los descartes más evidentes: es claro que no está ejerciendo el derecho de huelga, aunque empleemos ese término para denominar esta modalidad de protesta política. Y, a poco que pensemos sobre ello, tendremos también que concluir que no está ejerciendo el "derecho a la muerte" o derecho a disponer de la propia vida que algunos (ciertamente, no nuestro Tribunal Constitucional) consideran parte del derecho a la vida que, éste sí, consagra expresamente nuestra Constitución.

La polémica sobre si existe o no el "derecho a la muerte" es irrelevante para nuestra cuestión: aun suponiendo que existiera, no es el que se estaría ejerciendo, pues Haidar no pretende terminar con su vida. En cuanto considere que políticamente ha vencido (y alguien debería decirle lo que piensa la mayoría de la opinión pública española: que ya lo ha hecho), pondría fin de manera voluntaria a su actitud. Su objetivo no es sólo alcanzar sus reivindicaciones políticas, sino vivir para contarlo.

De modo que los únicos derechos fundamentales que, por ahora, está ejerciendo la activista saharaui al negarse a ingerir alimentos son la libertad ideológica y, a mi modo de ver, aunque habrá quien lo niegue por tratarse de una expresión no verbal, la libertad de expresión. Se trata, sin duda, de derechos fundamentales de importancia capital, pero que en ningún caso se verían afectados si se procediera a su alimentación forzosa, más bien todo lo contrario: sólo mientras esté viva estará en condiciones de proseguir con su protesta política por la situación del Sahara. Cuando surja el peligro de muerte surgirá también una inevitable paradoja: para que pueda continuar con su huelga de hambre habrá que alimentarla.

Existen otros dos derechos de Aminatu que entrarán en juego en el mismo momento en el que se le intente alimentar en contra de su voluntad. En primerísimo lugar, el derecho a no sufrir un trato inhumano o degradante, uno de los pocos derechos absolutos que consagra la Constitución. Por eso, la alimentación forzosa sólo podrá imponérsele cuando pierda la consciencia y mediante prácticas médicas que respeten su dignidad como paciente y como ser humano.

Finalmente, está su derecho a la integridad física y moral. Aunque éste no es un derecho absoluto (toda intervención en nuestro cuerpo lo limita), su restricción, como la de todos los derechos fundamentales, exige superar requisitos muy severos: deberá ser ordenada por un juez y en el curso de un procedimiento con todas las garantías, deberá ser proporcional (encaminada, por lo tanto, a preservar su vida, no a impedirle seguir con su protesta) y, sobre todo, deberá tener una justificación constitucionalmente legítima. Este último punto es, a mi juicio, el más polémico, pues no siempre la protección de la vida puede erigirse en legítima causa de justificación.

Sabemos que nuestra Constitución permite esgrimir el peligro de muerte para justificar la restricción de la integridad física y moral de una persona en huelga de hambre en los casos en los que esa persona se encuentra en una situación de especial sometimiento a la administración que, como garante de su vida, tiene la obligación ineludible de tutelarla: un recluso en un centro penitenciario, un menor de edad, un militar en un cuartel. Pero, en mi opinión, la obligación de los poderes públicos de tutelar la vida incluso contra la voluntad de quien, por razones políticas, decide iniciar una protesta que la pone en grave riesgo, debe ceder frente a la firme decisión del ciudadano libre en pleno uso de sus derechos.

¿Está la señora Haidar sometida a una especial tutela por parte de la Administración española? Ésta es la pregunta que debe responder el juez de Lanzarote. Aminatu no está internada en un centro penitenciario ni es menor de edad, pero es una persona extranjera que ha entrado en el país gracias a una especial concesión administrativa y a la que nuestras leyes permitirían restringir por esta causa, siempre con las debidas garantías, algunos de sus derechos. Si antes no desiste en su empeño, pronto sabremos si entre ellos se encuentra el de negarse a ser alimentada cuando su vida corra peligro.

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