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La deserción de los privilegiados

EL periodista Jon Lee Anderson ha escrito alguna vez que Panamá es una eterna aspirante a Suiza que, sin embargo, se parece más a Casablanca o Tánger. El país centroamericano, desde luego, ya forma parte de esa geografía sentimental e íntima del millonario, un atlas dorado en el que se encuentran las limpias calles de Ginebra (la ciudad que sólo a Borges gustó), las pistas de esquí de Andorra o las tórridas playas de las Islas Caimán. El dinero, como los hombres, tiene sus paisajes del alma, los lugares donde la felicidad es posible, lejos de la mirada inquieta de los lechuzos y de la verde envidia del común.

A estas alturas, indignarse porque los ricos (o los pobres) no quieran pagar impuestos es como escandalizarse al ver a dos adolescentes besarse en el parque cuando la primavera aprieta. Ya los castellanos del siglo XVI, ante el empeño recaudador del borgoñón Carlos I y sus ministros extranjeros, decían aquello de: "Guárdeos Dios,/ ducado de a dos/ que monsieur Xévres/ no topó con vos". Y, sin embargo, tributar es un asunto tan desagradable como necesario, el pilar sobre el que se levanta ese frágil binomio Democracia Parlamentaria-Estado de bienestar. A la espera de que la investigación avance y se aclaren las cosas, los papeles de Panamá parecen una prueba más de la deserción de los privilegiados de ese esfuerzo colectivo y sostenido que es la construcción de un mundo habitable para todos. Se equivocan al no apoyarlo, porque la alternativa es el desorden, la temida revolución de los parias.

Una de las cosas que llama la atención de todo este asunto es la condición variopinta de los nombres que aparecen en el centón de documentos digitales que se ha filtrado a la prensa. ¿Qué es lo que une a Pedro Almodóvar, Pilar de Borbón, Messi o Putin? Evidentemente son personas con ideologías, gustos, círculos sociales, cultura y aspiraciones vitales muy diferentes. Pero tienen un denominador común: son poseedores de una gran fortuna que les da acceso a esa otra realidad paralela que es el mundo de los poderosos. Del noblesse obligue con el que los privilegiados del Antiguo Régimen reconocían sus obligaciones con los estamentos populares, hemos pasado al frío mundo de los ordenadores del despacho Mossack Fonseca, donde ni el derecho a la limosna existe. La deserción de los opulentos es, ante todo, una señal inquietante de los duros tiempos que quedan por venir.

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