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la tribuna

Antonio Porras Nadales

El dinero

ES como si, por razones culturales, nos diera un poco de vergüenza. Ya se sabe, hablar de dinero en determinados ambientes puede resultar algo falto de delicadeza, de poco estilo. Los asuntos del dinero nos reflejan una visión triste y prosaica de la realidad, que debemos tratar de ocultar frente a la apariencia noble de la elegancia o la dignidad, es decir, de aquello que está por encima de los asuntos vulgares. Tratar de cuestiones verdaderamente trascendentes y sustantivas es algo que debe estar más allá de las prosaicas preocupaciones dinerarias, propias de judíos y avaros, gentes siniestras y faltas de estilo.

Dicen los historiadores que fue esa visión elegante de la realidad, perfectamente ajena a las cuestiones dinerarias, la que se reflejaba en los decadentes hidalgos que poblaron nuestro Siglo de Oro, los que aparecen recogidos en la novela picaresca, dispuestos a pasar hambre pero manteniendo en todo caso la dignidad y las apariencias. Dicen también que fue esa actitud social, falsa y ridícula, una de las principales causas de la decadencia de España.

En nuestro tiempo, la visión noble de la realidad social tiene una plasmación perfectamente identificable: se trata de los derechos, los derechos humanos. O mejor dicho, los derechos sociales o de bienestar, que son los que en realidad nos interesan a todos.

Si tales derechos sociales representan de verdad una visión noble de la realidad deberían estar, como es obvio, por encima de las cuestiones dinerarias, puesto que son valores humanos trascendentes, garantizados por la Constitución; y, además, tienen que ser en cualquier caso asegurados por el Estado. Se trata por otra parte de valores y derechos que, por ser humanos, son universalizables y deben cubrir (todas) las necesidades de todos, españoles y extranjeros, pues todos somos al fin seres humanos.

Frente a esta elegante proyección idealista de la realidad, está claro que hablar de dinero viene a ser como una falta de delicadeza: ya se encargará el Estado de sacar el dinero de donde sea, y que no nos vengan con gaitas.

Enfrentar a esta idealizada visión de las cosas la prosaica cuestión de dónde está y hasta dónde llega el dinero necesario para cubrir las necesidades educativas, sanitarias, asistenciales, etcétera, constituye sin duda una dimensión incómoda y negativa, que a veces querríamos eludir. Por eso nos resulta más fácil suponer que lo que nos está pasando es simplemente que debe haber algunos "enemigos", malvados neoliberales o especuladores del mercado, empeñados en arrebatarnos tales beneficios sociales mediante un plan salvaje de recortes frente al cual debemos movilizarnos heroicamente.

Aquí reside el más dramático y elemental problema que pesa reiteradamente sobre el discurso de la izquierda: claro que debemos preservar y mantener los derechos sociales. Pero el pequeño detalle es ¿y de dónde sacamos el dinero?

Si durante el siglo XIX existió una creencia idealista más o menos generalizada en la llamada "mano invisible" del mercado, el siglo XX, con su desarrollo imparable del Estado de bienestar, nos ha traído paralelamente una suerte de fe irracional en la mano invisible del Estado y en su capacidad para obtener recursos financieros de forma indefinida, al servicio de nuestros derechos sociales o de bienestar.

Seguramente, por eso en España hemos estado durante algunos años gobernados por nobles y benévolos dirigentes, empeñados en universalizar los derechos sociales y en ocultar elegantemente la cuestión accesoria de dónde conseguir el dinero necesario para ello. Y es que ya se sabe: cuando el dinero es realmente necesario para algo, si no se tiene, se pide prestado, y punto: qué más da a quién.

Del mismo modo que costó mucho tiempo y esfuerzo descubrir que la tal mano invisible del mercado en realidad no existe, ahora nos está costando también mucho trabajo comprobar que tampoco el Estado tiene una mano invisible que le permita obtener dinero de forma ilimitada para atender a nuestros derechos de bienestar. A veces, los errores colectivos sólo se corrigen a base de sudores y lágrimas (cuando no de sangre).

En cambio, hay otros países donde las cuestiones dinerarias y las finanzas públicas no tienen nada de vergonzoso, y donde la existencia de recursos limitados para atender a las necesidades colectivas es algo aprendido y practicado desde hace tiempo. A la vista de lo que estamos pasando, parece evidente que también nosotros estamos aprendiendo ahora algo que debíamos saber ya desde hace tiempo. Lástima que este conocimiento experimental nos haya llegado un poco tarde, cuando ya por las escaleras del edificio vienen entrando los hombres de negro.

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