NUNCA es tarde si la dicha es buena, pero es legítimo preguntarse si la reacción del Gobierno impulsando la lucha contra el narcotráfico en Jerez y Sanlúcar de Barrameda, entre otros puntos, no llega cuando el mal está ya hecho y es más difícil revertir la situación. Sobre todo, pensando en el daño social y comunitario.

Me explico. La extensión del servicio de vigilancia exterior a la desembocadura del Guadalquivir, la unidad policial especial y las ahora frecuentes redadas pretenden hacer frente a una situación ya degradada durante años de pasividad y escaso intervencionismo.

Años en los que el estatus social del traficante de drogas ha cambiado radicalmente. En ciudades con los sectores productivos tradicionales en plena crisis, sin perspectivas de nuevo empleo y con la construcción decididamente en marcha hacia la bancarrota, mucha gente ha dejado de ver a los narcos como delincuentes que se enriquecen a costa de la salud de los adictos. Haciendo excepción, quizás, de los grandes capos, a los porteadores, vigilantes, camellos y trapicheadores de este gran negocio se les ve socialmente cada vez más como pequeños transgresores obligados por la necesidad de alimentar a sus familias.

Esta idea perversa (no sólo alimentan a sus familias, también les compran coches de lujo, televisores de última generación, joyas y chalés que no tienen nada que ver con la necesidad) va calando en el cuerpo social e impregna muchas relaciones cotidianas. Los profesores sanluqueños, por ejemplo, se han acostumbrado a hechos como que, al solicitar a sus alumnos que dibujen una escena de su vida cotidiana, siempre haya alguno que lo que trae pintado es una lancha de la que varios individuos -¿su padre, sus hermanos, sus vecinos?- cargan hasta la playa unos bultos sospechosos, o que en alguna discusión sobre disciplina y futuro laboral un adolescente jactancioso les pregunte que cuánto ganan al mes y, al escuchar su respuesta, les repliquen: "Maestro, eso lo gana mi padre en una noche".

Esto es más grave aún que la circulación habitual de drogas. La droga envenena a quienes la consumen, pero envenena sobre todo a una juventud que la considera ya un medio normal de ganarse la vida. Hay cientos de familias comprometidas en el narcotráfico y sus hijos están creciendo en ese ambiente, es decir, haciendo oposiciones a continuar en el tajo. El dinero fácil es la peor droga de todas, la más duradera y tóxica. Y aún podemos estar en puertas de subir un escalón más, el que lleva a los grandes narcos a hacer obras benéficas para levantarse una suerte de inmunidad social que hará aún más complicado acabar con su impunidad.

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