La tribuna

Francisco J. Ferraro

Los economistas y la crisis

LA crisis económica está provocando un malestar generalizado. Y es comprensible que muchas personas traten de calmarlo buscando culpables. Algunos se decantan por interpretaciones morales y encuentra en la avaricia el pecado explicativo; los simpatizantes de partidos de la oposición concentran las responsabilidades en el Gobierno; algunos otros ven en el capitalismo o la globalización la causa de todos los males; otros afinan y concretan esa maldad en países (EEUU), personajes (Bush, Greenspan) o colectivos (directivos de grandes empresas, gestores financieros, promotores inmobiliarios) como los máximos responsables, y otros se decantan por los economistas por no prever la crisis y no saber corregirla.

La Economía es una ciencia que ha tenido un extraordinario desarrollo en las últimas décadas, estableciendo una base de doctrina suficientemente amplia y compartida por el mundo académico, que viene consolidándose por los avances de la investigación. No obstante, sus limitaciones son notables, pues a diferencia, por ejemplo, de la Química o de la Física que analiza el comportamiento de elementos sometidos a condiciones precisas de temperatura, presión u otras variables, o de la Biología que analiza organismos vivos que pueden ser observados en laboratorios y sometidos a experimentación reiterada, el objeto de análisis de la Economía es la sociedad, donde se producen infinidad de comportamientos y reacciones derivados de acciones particulares o colectivas, algunos de ellos previsibles porque responden a comportamientos racionales o porque se tiene constancia histórica, pero otros son irracionales o nuevos, porque variables irrelevantes en el pasado pueden ser determinantes en una nueva coyuntura.

Por estas limitaciones es comprensible que los economistas yerren en sus análisis y recomendaciones con mayor frecuencia que los químicos o los biólogos. A pesar de ello, economistas notables, como Kenneth Rogoff, instituciones financieras, como el Banco Internacional de Pagos, o editores, como The Economist, vienen advirtiendo desde 2002 de los riesgos asociados a los excesos de liquidez, los desequilibrios de las balanzas de pagos, las distorsiones en los mercados cambiarios, los elevados precios de la vivienda, los bajos tipos de interés y los fallos de la regulación bancaria… pero nadie quería escuchar a los aguafiestas mientras crecían el PIB y el empleo, los bancos aumentaban sus beneficios y los ahorradores hábiles obtenían pingües remuneraciones.

En el caso de España muchos economistas venimos llamando la atención desde hace años de la inviabilidad del patrón de crecimiento sostenido por el consumo y la expansión inmobiliaria, pero los promotores inmobiliarios estaban ganando mucho dinero, otros conciudadanos estaban encantado con su habilidad especuladora, por lo que muchos empresarios derivaron sus inversiones al sector inmobiliario, la construcción ejercía sus efectos multiplicadores sobre otros sectores vinculados, el fuerte aumento del empleo elevaba la capacidad de consumo extendiendo la expansión económica a todos los sectores… y mientras tanto los gobiernos estaban encantados atribuyéndose el éxito económico a su gestión, mientras que los gobiernos locales hacían el agosto con los ingresos derivados de la actividad inmobiliaria.

La crisis no la han provocado los economistas, porque no son los que hacen las leyes ni los que toman las decisiones públicas. Por supuesto que algunos de ellos intervienen, pero también son abogados, médicos o maestros los políticos que toman las decisiones, y detrás de ellos existe una sociedad que induce a respuestas políticas o colectivas. Los economistas como profesión son tan culpables de la crisis como los agricultores del hambre en el mundo o a los médicos del sida.

El creciente interés por la Economía es una de las pocas consecuencia positiva de la crisis, pero es frecuente que en el debate se tome de la realidad aquellos aspectos que reafirman las convicciones ideológicas. Entre éstas se está manifestando con un cierto regocijo los que, tras constatar el "fracaso del liberalismo", encuentran la ocasión para reclamar un mayor intervencionismo del Estado. Ningún economista niega la necesidad de regulación de los mercados, pues cualquier estudiante de Economía conoce la existencia de "fallos del mercado" que hacen imprescindible la intervención pública, pero lo que ha ocurrido es producto de una inadecuada intervención pública por la propia presión de los agentes económicos que estaban encontrando en la desregulación de ciertos mercados financieros y en la supervisión laxa un ambiente favorable para generar beneficios extraordinarios. Pero también conocemos miles de ejemplos de los "fallos del Estado", por lo que de la experiencia de la crisis no se deriva la necesidad de más o menos Estado, sino de una regulación y supervisión de los mercados financieros que impidan su exuberancia irracional.

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