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El tránsito

Eduardo Jordá

Los elefantes y la hierba

UN hombre tendido en una camilla con el enorme agujero que un machete le ha dejado en la espalda. Una mujer que agoniza por culpa de una hemorragia interna. Un chico alcanzado por dos disparos cuando cruzaba un control de seguridad. Un bebé que ya no es más que una cabeza enorme y las vendas que le cubren las manos. Son fotos de Somalia tomadas por el fotógrafo Pep Bonet, que ha hecho algunas de las mejores fotografías que he visto nunca, y que pueden verse en el libro Somalia, el rastro invisible, editado en 2007 por Médicos Sin Fronteras. Otras fotos son un poco más amables. Vemos un rebaño de dromedarios bajo unos nubarrones cargados de lluvia. Vemos un grupo de chicas somalíes en una escuela (y una vez más nos damos cuenta de que las mujeres somalíes son las más bellas del mundo, pero también las más desgraciadas: la infibulación y la ablación siguen siendo allí prácticas corrientes). Vemos a dos niños tirando de un cubo en un pozo que adivinamos reseco. Vemos dos cabras tan flacas como hilo de alambre. Vemos a un chico tras un mosquitero, esperando no se sabe qué, o tal vez no esperando nada porque el chico sabe que la vida consiste en eso mismo, en no esperar nada.

Y luego, en otras fotos, vemos a dos hombres armados que charlan en una playa al norte de Mogadiscio, o a los milicianos de un señor de la guerra en un control al sur de Jowhar, con sus metralletas y sus pañuelos y sus rostros que parecen cortados a cuchillo. Los somalíes se pasan la vida masticando hojas de khat, que es el equivalente de la coca en el Cuerno de África. El khat te permite disparar un arma con la misma alegría que si estuvieras participando en una fiesta, y en Somalia casi todos los hombres llevan armas, lo que significa que las fiestas y la alegría son continuas. A los hombres que llevan armas los llaman milicianos, pero es fácil adivinar que muchos de ellos son también piratas que se dedican a asaltar barcos de pesca y yates de recreo.

Somalia es un país descuartizado desde hace casi veinte años, en el que no existe ninguna clase de gobierno y en el que la gente se busca la vida como puede, con frecuencia con la ayuda de una ametralladora. Las mujeres, que saben bien de qué hablan porque han sido -como siempre- las primeras víctimas de la violencia, repiten un proverbio que podría ser un resumen de la historia del mundo: "Cuando dos elefantes se pelean, es la hierba la que sufre". Hierba, lo que se dice hierba, no creo que haya mucha en Somalia. La que sufre es la mujer que espera a que curen las quemaduras de su hijo. O el chico con un boquete en la espalda. O la mujer que se muere por culpa de una hemorragia interna. Y afuera, mientras tanto, los elefantes -que no son dos, sino docenas, cientos- siguen peleando.

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