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ESTO parece la letra de un bolero o un arrebato de Falete, pero empieza a ser una evidencia científica que va a revolucionar lo que sabemos de un sentimiento, el de la envidia, tan manoseado como extendido (aquí se le ha tenido tradicionalmente como uno de los pecados capitales de los españoles). No es difícil toparse con este "pesar o tristeza por el bien ajeno" en los más variados ambientes sociales.

Cuando tiene vocación de bondad y respetabilidad, la envidia se hace llamar sana. Tenemos sana envidia de las virtudes o los logros de alguien a a quien admiramos. Nos gustaría ser como él o conseguir lo que él ha conseguido y no dudamos en confesárselo personalmente, de modo que esta envidia no le perjudica, sino que, al contrario, le enaltece y le coloca en un pedestal al que los envidiosos sanos aspiramos. Hay envidias, pues, que gratifican al envidiado, aumentan su estatura y su entidad. Para nada lo menoscaban. Le convierten en ejemplo a seguir y paradigma digno de imitación. Aquí viene bien el proverbio chino (siempre hay un proverbio chino a mano): "una torre se mide por su sombra, y el hombre de mérito, por el número de sus envidiosos".

Pero vayamos a la envidia mala, la que expresa tristeza porque a otro le vaya bien. Hay mucho envidioso suelto, y por todas partes. Bastantes de ellos tienen cierta razón para serlo: son tan mediocres que, como no pueden alegrarse por nada propio, sufren por lo ajeno y les encantaría que al envidiado le pasara algo malo. Pero uno de los mayores misterios de la vida es la existencia de gente que no necesita -entre comillas- la envidia para nada, pero la cría, alimenta y ejerce a tope. Se trata de individuos con talento, salud y buena posición, profesionales respetados y tal vez queridos, pero, hijo mío, están envenenados por dentro, sin que nadie sepa el por qué de tantos gatos en la barriga. No soportan el éxito de otros, se reconcomen si al amigo le va bien y sufren en aparente silencio las buenas noticias del colega o del vecino.

Esto tiene que ser, por fuerza, una enfermedad. Y así lo ha certificado el Instituto Nacional de Ciencias Radiológicas de Japón. Sus estudios demuestran que las partes del cerebro que se activan cuando una persona se siente mal por el éxito de otra o le desea un perjuicio son las mismas que intervienen cuando se produce un dolor físico (para estudiosos: se trata de la corteza cingulada anterior dorsal). De modo que el envidioso padece exactamente igual por el triunfo ajeno que por un buen dolor de cabeza. Su cerebro se estimula en el mismo lado y con la misma cadencia si le duele el estómago que si le duele el corazón.

Hay que compadecer, sobre todo, a esos prisioneros de la envidia inmotivada. Más que nada, por lo que escribía Schopenhauer: "La envidia de los hombres muestra lo infelices que se sienten".

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