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La tribuna

Gumersindo Ruiz

El falso dilema nuclear

TENDREMOS que acostumbrarnos a lo que se llama ahora "la nueva normalidad", una situación en que la prosperidad no se asocia necesariamente a un crecimiento indiscriminado, sino a la búsqueda de equilibrios. Como señalaba el presidente Obama en su discurso de toma de posesión, los dos problemas de mayor envergadura son la crisis económica y el cambio climático, este último asociado principalmente al consumo y producción de energía y sus consecuencias en forma de emisiones de CO2.

En circunstancias económicas normales, el tema de la central nuclear de Garoña no tendría mucha discusión; al haber finalizado la concesión y estar amortizada tras 40 años de funcionamiento, la opción de cerrarla sería lo normal. Con los problemas de todo tipo que sufrimos, y la recomendación del Consejo Superior de Energía Nuclear de extender la vida de la central otros diez años, la decisión no es tan fácil, y promete un conflictivo debate en el que la actividad y el empleo se contrapondrán con el compromiso de ir cerrando las centrales a medida que acabe su vida natural.

En 1996 hubo en España una experiencia tan interesante como poco conocida. La moratoria establecida sobre las centrales nucleares, impidiendo a las compañías seguir con los proyectos que tenían autorizados, generó, para compensarlas, una enorme deuda del Estado, que llegó a ser de 725.000 millones de pesetas. Para hacerle frente se creó el Fondo de Titulización de la Moratoria Nuclear, que recibió en su activo los derechos de las eléctricas contra el Estado, y en su pasivo unos préstamos bancarios y bonos emitidos por el Fondo, que compraron inversores extranjeros. Así se consiguió dar liquidez y se pagó la deuda a las compañías eléctricas; desde entonces el fondo se fue nutriendo, hasta hace tres o cuatro años en que prácticamente se amortizó, de un porcentaje que aparece en el recibo de la luz y que se llama impropiamente: "impuesto sobre la electricidad". De esta manera todos los consumidores de electricidad, en proporción a lo que consumimos, pagamos por la decisión de dejar de producir energía nuclear. La operación se hizo a caballo entre dos gobiernos, el saliente del PSOE y el que entraba del PP, con una rara unanimidad y continuidad en la operación.

La elección a que nos enfrentamos hoy es cómo mantener los niveles de consumo energéticos, reduciendo los niveles de CO2. El nuevo libro de Nicholas Stern Un borrador para un planeta más seguro: cómo gestionar el cambio climático y crear una nueva era de progreso y prosperidad se mueve entre la ineludible urgencia de una fuerte reducción de las emisiones y el coste económico y viabilidad de las energías alternativas. La vara mágica con la que se pretende satisfacer la demanda de consumo energético mundial, sin incurrir en un coste imposible de asumir, y salvar el planeta de la catástrofe, es la tecnología. La Unión Europea desarrolla desde hace cuatro años un proyecto en la Provenza francesa para producir energía limpia mediante fusión nuclear, que replica la energía del sol; en él participan países tan dispares como Estados Unidos, Rusia, Japón, China, India y Corea del Sur. El coste, hasta su puesta en funcionamiento de aquí a diez años, si es que tiene éxito, puede superar los 20.000 millones de euros, lo que puede parecer una cantidad exorbitante, o pequeña si se da con una fuente energética inagotable y que permite la independencia respecto al petróleo. El coste de las energías alternativas es siempre relativo, se consideran caras e inviables cuando baja el petróleo, y al contrario cuando sube.

España depende casi en un 20% de la energía nuclear y tiene también un fuerte componente de energía eólica; cada técnica tiene sus ventajas e inconvenientes; en general la nuclear y las nuevas tecnología son caras, algunas, como la solar o la eólica, no permiten almacenar adecuadamente la electricidad y atender a puntas de consumo (cuando hace mucho calor o mucho frío), y otras tienen menos problemas. Hasta que no tengamos una verdadera política energética europea, o mundial como propone Nicholas Stern, hay que ir tomando decisiones paso a paso, diversificando y considerando todas las fuentes de energía.

En este sentido, la decisión sobre Garoña no es determinante, y no debería el Gobierno ponerse a sí mismo entre la espada de la crisis económica, que aconseja mantener una actividad productiva, y la pared de su compromiso de cerrar las centrales. No es algo vital, ni una elección que vaya a determinar nuestro futuro; por ese motivo, la posibilidad de un paréntesis y prolongar tres o cuatro años su actividad mientras las tecnologías se consolidan y se despeja la crisis, evitaría convertir Garoña en un conflicto inútil.

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