EL concepto de festival como plataforma de expresión y disfrute de la cultura es un arma de doble filo. A los políticos con ganas de hacerse notar y a los culturetas mitómanos les sube la erótica del poder por el mero hecho de imaginar que en pocos días van a relacionarse con lo que de otro modo tardarían años en experimentar. Si saben contenerse, la cosa puede servir para algo. Pero si dan rienda suelta a su capacidad para montar castillos en el aire, sin límite de gasto presupuestario y sin voces discordantes que les despierten del colosalismo, le pueden endosar al vecindario unas facturas de campeonato. Muy distintos son los festivales que, en lugar de pasar por el territorio como el Rally París-Dakar por Mauritania, emanan de una realidad diaria, de estructuras sencillas y a la vez ilusionantes, de la enseñanza y la vocación por la cultura, de tener en cuenta a los que tiran del carro sin divismos en la población a la que va dirigido, de dar su sitio a los talentos de la tierra. Este es el caso del festival de música clásica que se disfruta en Sanlúcar la Mayor. Veinte conciertos entre el 11 de junio y el 23 de julio. Un certamen coherente y sin oropel. Por eso tiene todas las papeletas para sobrevivir a las recesiones, a los cambios de alcaldía y a los pareceres del concejal de turno.

La creación de un conservatorio profesional de música en dicha localidad es la clave de todo. De su actividad han nacido la Orquesta de Cámara del Aljarafe y la Coral del Aljarafe, así como multitud de relaciones e iniciativas con solistas de la Sinfónica de Sevilla y otros músicos andaluces. Ya hay una asociación de Juventudes Musicales de Sanlúcar la Mayor. Se ha generado un foco de enseñanza e interpretación que da pie a retos artísticos en los que participan los jóvenes alumnos. Del aula al concierto y del solfeo a Shostakovich. Con ser bueno, el festival es lo menos importante que allí sucede a lo largo del año. No son sobre todo espectadores. Son protagonistas. Enhorabuena, sanluqueños.