La tribuna económica

Joaquín / Aurioles

El fracaso de la reforma laboral

FUE a mediados de los 90, recién salidos de la última crisis y un poco antes de que el último gobierno de Felipe González cediera el timón al primero de Aznar, cuando se dieron los primeros pasos de la reforma laboral. El objetivo era introducir flexibilidad en un mercado que desde el Estatuto de los Trabajadores y su reforma de 1984 se manifestó tan incapaz de corregir sus propios desequilibrios, que acabó llevándonos al primer puesto del ranking de la OCDE en términos de desempleo.

Convencidos, tras el varapalo de 1993, de que en ausencia de profundas reformas el empleo iba a seguir siendo el primer recurso al que acudirían las empresas para adaptarse a situaciones de dificultad, vinieron las primeras medidas en forma ampliación de la tipología de contratos y reducción de los costes de despido. La reforma del seguro de desempleo llegó después, acompañada de una etapa caliente de conflictividad laboral, especialmente en Andalucía, cuando los cambios alcanzaron al PER, y también la de las funciones de intermediación en el mercado, hasta entonces ejercida como monopolista por el Inem. Ha dado tiempo a revisar casi todo y todavía durante la última legislatura existió la oportunidad de impulsar programas de lucha contra el aumento de la precariedad en el empleo, de manera que casi nada ha conseguido escapar a la ofensiva reformista de los últimos años, salvo la negociación colectiva, que se mantiene como bastión inabordable en poder de las principales organizaciones empresariales y sindicales. Puede afirmarse que el balance ha sido claramente positivo, sobre todo después de que entre 1991 y 1993 se destruyeran 750.000 empleos en España y 150.000 en Andalucía. Los beneficios de la recuperación posterior fueron particularmente espléndidos en términos de empleo, con 7,8 millones de nuevos ocupados entre 1995 y 2007, y especialmente en Andalucía, donde el aumento fue de 1,4 millones.

Había razones para el optimismo, aunque nadie podía ignorar la inquietante presencia de un par de detalles. Por un lado, el deterioro de la productividad, que se ha intentando explicar como una consecuencia del cambio de composición en el VAB, por el mayor peso del sector de la construcción, aunque también habría que culpar, al menos en parte, a un mercado de trabajo espléndido en la forma en que ha recibido a los recién llegados, es decir, a los jóvenes e inmigrantes, pero que no ha tratado también a los parados de mayor edad y cualificación. Por otro, el aumento de la precariedad laboral, en la que nos mantenemos a la cabeza de Europa. En estas condiciones aparecen los registros de paro en las oficinas del Inem durante el mes de octubre, que no solamente reflejan un aumento superior a 190.000 en toda España, sino también que los más perjudicados están siendo precisamente los andaluces, los jóvenes y los inmigrantes. Un cambio radical con respecto a los años de bonanza, pero ilustrativo de que si el objetivo de la reforma laboral se establece exclusivamente en términos de creación de empleo, lo más probable es que repercuta negativamente sobre su calidad y, consiguientemente, sobre el nivel de productividad.

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