La ciudad y los días

Carlos Colón

La franquicia global

DECÍAMOS ayer, a propósito de la globalización de la tontería y los viajes a lo idéntico, que si mala sería la impostura de lo tópico que nos recluyera a perpetuidad en un decorado andaluz, peor aún es importar la impostura irlandesa, la nadería americana de las franquicias de cafés que imitan malamente a los europeos o el vacío posmoderno, chill out o como demonios quieran llamar a esos hoteles y locales de colorines que ofertan en el corazón de Sevilla, a veces desvirtuando palacios del XVII, lo que se puede encontrar en cualquier parte.

Entre lo tópico y la franquicia, entre la falsedad del decorado localista y la desoladora uniformidad posmoderna o hipermoderna, cabe lo que antes se llamaba auténtico. Los viajeros más inquietos y jóvenes lo buscan en lugares remotos todavía no del todo alcanzados por la globalización de los paisajes urbanos y las formas de vida. Los viajeros ilustrados menos aventureros lo buscan, cada vez con mayor esfuerzo, en las ciudades que aún conservan zonas distintas y no homogeneizadas. La Roma barroca y del Risorgimento; el París del XVII, el XVIII, las reformas Segundo Imperio del Barón Haussmann, la Exposición de 1889, el modernismo o el esplendor del Art Decó; el Londres victoriano y eduardiano; la Lisboa de Pombal, el fado y Pessoa…

Estas ciudades fueron en gran parte reconstruidas entre los siglos XVIII y XIX, y en estilos que se influían mutuamente, pero con adaptaciones a las culturas propias que las hacen únicas. Casi a la vez, y respondiendo al mismo principio de los grandes ensanches, trazó John Nash la londinense Regent Street (1811) y se ultimaron los parisinos Campos Elíseos (1824), y nadie podría confundirlas; como nadie confundiría los jardines de Regent's Park o los de las Tullerías de los que ambas nacen.

Tantas veces como vaya a París iré a comer al jardín del Museo Rodin o a tomar café en los soportales del Palais Royal. Pero sólo fui una vez a la Défense y no volveré. No dudo de su utilidad y alabo la sabiduría que la situó fuera del París histórico, no repitiéndose el error que clavó en el corazón de Montparnasse el terrible rascacielos de 210 metros de altura. Se suele invocar el rechazo inicial a la Torre Eiffel para justificar tropelías como ésta. La diferencia entre las dos torres -Eiffel y Montparnasse, una símbolo de París y la otra su vergüenza- demuestra lo artero de este argumento que aún hoy siguen esgrimiendo quienes defienden la destrucción del patrimonio en nombre de una modernidad que hace muchos años se quedó vieja. Vuelvo a Chesterton: viajar ensancha la mente, a condición de que se tenga.

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