La tribuna

Gumersindo Ruiz

Un futuro para la Tierra

LA Conferencia de Naciones Unidas en Copenhague sobre el cambio climático es ya, antes de empezar, un éxito. Sólo por reconocer el problema valía la pena organizar la reunión más importante sobre el medioambiente que haya tenido lugar. Su celebración desacredita a los que hasta hace poco han intentado sembrar la confusión, con el argumento de que los efectos del cambio climático son complejos y resulta difícil predecir cuál será el calentamiento global y sus consecuencias. Esto es cierto, y desde luego no se trata de hacer un calendario meteorológico donde se señalen momentos catastróficos para la humanidad.

Pero sabemos en qué consiste el problema y cómo abordarlo, y prácticamente todos los científicos, desde campos muy diversos, dan por supuesto que hay una concentración de dióxido de carbono en la atmósfera que no disminuirá por sí sola. Aunque no se conozcan con exactitud causas y efectos, no admite discusión que el fortísimo crecimiento de la población y la economía mundial, provoca emisiones crecientes que, lógicamente, crean una concentración, lo cual es por definición un problema de contaminación.

Hay demasiada emoción en el debate, lo que en algún momento ha podido perjudicar a los planteamientos ecologistas. El pensamiento político conservador ha sido hostil al tema del medioambiente, que se ha visto como una forma más de propaganda anticapitalista. Se han planteado, como hace Benjamín Friedman, las consecuencias morales del crecimiento económico, en el sentido de que la prosperidad material ha de tener necesariamente un coste ecológico. Por otra parte, el pensamiento de izquierdas también ha subordinado el medioambiente al crecimiento; y los ecologistas más radicales quieren resolver el dilema con frugalidad y un estado estacionario, ejemplarizado en la obra de Tim Jackson: Prosperidad sin crecimiento.

Estas corrientes e ideas convergen hoy en un optimismo tecnológico del que Al Gore es el máximo exponente, así como el programa del presidente Obama y, en alguna medida, el actual plan de crecimiento sostenible del Gobierno español. Lord Stern ya destacó en su famosísimo informe que el coste del cambio climático llegaría a ser mayor que el de tomar a tiempo medidas para contrarrestarlo y, además, señaló las oportunidades de las nuevas tecnologías. Después, se crearon asociaciones de inversores y empresarios como la red de inversores en el riesgo climático, o el grupo de inversores institucionales sobre el cambio climático, que buscan estas oportunidades.

Las grandes empresas piden certidumbre y confianza, y apuestan claramente por tecnologías que suponen ventajas competitivas para quienes las dominan. Al Gore, en su nuevo libro sobre un plan para solucionar la crisis climática, no persigue tanto soluciones de mejora ambiental como formas de producir no contaminantes y tecnológicamente avanzadas, en campos como el reciclaje de agua y residuos, energía solar y otras tecnologías limpias, materiales de construcción, ahorro energético, y almacenaje y distribución de electricidad.

Dos cuestiones, muy relacionadas, me parecen importantes. Cómo se concibe la forma del crecimiento y el bienestar, y el hecho de que los planteamientos ambientales reflejan valores sociales dispares y hay que construir el futuro a partir de esa diversidad. John Gray, en su reciente recopilación de trabajos bajo el título de: Anatomía de Gray, dice que la legitimidad de una sociedad no depende de la promesa ilusoria de un crecimiento ilimitado, pues aunque el proyecto de orden social tiene que basarse en la expectativa de un futuro mejor, cambia en el tiempo: aparecen necesidades nuevas, y se produce también una saturación material que no resulta satisfactoria. Esto ocurre cuando la idea de progreso deja de ser moral y se queda puramente en una acumulación física de productos; parece que se multiplican las oportunidades, pero se destruye la posibilidad de una vida más simple, más independiente.

El consenso en Copenhague no va a depender sólo de los jefes de Estado; las empresas, la sociedad civil, los consumidores, la investigación y la enseñanza, las ideologías, las iglesias, deben llegar a algún tipo de coincidencia sobre qué relación se mantiene con el medioambiente en temas como el crecimiento de la población, o el consumo de energía y materias primas. Porque, qué razón tenía Joseph Brosdsky al afirmar que "si existiera una verdad sobre el mundo ésta tendría que ser no humana", pues es como decir que buena parte de la lógica, la verdad sobre este asunto, está en la propia tierra, y no en nosotros.

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