El poliedro

El gazpacho puede esperar

La fuerte subida de los alimentos tiene su causa en factores de mercado, pero también en otros que no lo son tanto

NO todo es petróleo caro y cambios en la dieta de chinos e indios a la hora de explicar los aumentos de los precios. Hay más razones, y algunas tienen mayor justificación de mercado que otras. Por ejemplo, los cereales suben por la combinación de menores cosechas y mayor demanda, y sólo una pequeña parte de ésta proviene de la producción de bioetanol, por cierto. La leche ha subido casi cruelmente, y en buena parte como consecuencia de la política comunitaria de reducir la oferta láctea y eliminar la leche ilegal, lo que ha derivado en el cambio de la razón de ser de la vaca, de productora de leche a productora de carne: menos vaca lechera, más cara es la leche para un mismo número de consumidores. El aceite de oliva debe permanecer estable porque no se dan grandes variaciones en la producción y la demanda, pero el de girasol depende de las cosechas del Este, de quienes importamos la pipa y aceite: las cosechas de lo que ahora consumimos han sido muy malas, y hasta el próximo año no se esperan bajadas. Los huevos están más caros porque alimentar a las ponedoras es más caro (que, por cierto, en su estricto ciclo de vida pueden comer muchas cosas, hasta antibióticos y residuos de aceites industriales); los pollos, tras la caída por la crisis de la gripe aviar, no paran de subir de precio, en lo que también influye, como en sus primas las ponedoras, el aumento del precio de su alimento, el cereal. La carne de cerdo y de vaca, por su parte, están relativamente baratas, lo que hará probablemente que se críen y sacrifiquen menos animales, con lo que el precio tenderá a subir.

El precio del pescado, por su parte, es tal que cuando uno compra una pieza no sabe si meterla en el horno o en la vitrina fina del comedor. Las hortalizas y frutas frescas, en las que somos campeones mundiales, sufren un encarecimiento vergonzoso desde el origen hasta la cesta de rejilla con ruedas. En estos dos últimos casos funciona la magia, al parecer: los pescadores se indignan con razón de que ellos siguen vendiendo sus capturas al mismo precio real que hace más de veinte años; algo parecido sucede a los sufridos agricultores. La cadena de distribución infla el precio hasta el punto que uno dice "qué preciosos tienes los tomates, Paco", pero no se los lleva: el primer gazpacho de la temporada puede esperar.

O sea, que lo que pasa con los precios y el empobrecimiento del consumidor o de su dieta tiene su causa en factores de mercado -incluidos chinos e indios comiendo más y mejor, y árabes y estadounidenses dando patadas y misilazos al barril de crudo sin apuro alguno-, pero también en otros que no lo son tanto: son raros, no económicos, puede que deshonestos, pícaros y especulativos. La versión más amable de esta manipulación es la insensibilidad de los precios a las condiciones a la baja y, desde la otra cara, la inmediata repercusión en el precio final de cualquier tensión en la oferta o la demanda de productos. En la tele se quejan todos, pero los que sufren más o menos en silencio son los consumidores, para quienes ir a la compra de dos días con menos de 30 euros es ganas de tenerle que decir a Paco que me voy a llegar al cajero.

¿Cuál es el papel del Gobierno en este asunto? Pues no gran cosa, la verdad, a no ser que se quiera tirar a la piscina del levantamiento de aranceles a los productos de fuera de la UE, lo cual sería tan justo como arriesgado, aparte de que no sería una decisión autónoma española. El Gobierno ni produce ni distribuye ni compra. Debe ocuparse de garantizar las condiciones mejores para el comercio y, sobre todo, la limpieza en la competencia. Por eso, que la Comisión Nacional de la Competencia haya abierto expediente a la patronal alimentaria en búsqueda de la causa de la desmesura no es más que normal: no todo viene de fuera ni de los mecanismos normales del mercado.

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