La esquina

josé / aguilar

La gestión de la universidad

NO sé si tienen razón los rectores de las universidades públicas al quejarse de los recortes presupuestarios sufridos durante los años de la crisis. Probablemente, sí. Probablemente las universidades se hayan visto sometidas, como casi todo el mundo, a restricciones y austeridades que han repercutido negativamente en su trascendental misión docente e investigadora.

Parece seguro, no obstante, que no todo es cuestión de dinero y que hay también algún problema con el uso que los gestores dan a ese dinero que reciben de los contribuyentes. Un reciente informe del Tribunal de Cuentas que fiscalizó el sistema universitario español durante el ejercicio de 2012 pone de manifiesto serias deficiencias contables y presupuestarias en el funcionamiento de la enseñanza superior.

El TC que menos eco despierta (el otro, el Tribunal Constitucional, resulta mucho más llamativo y mediático) refleja la necesidad de simplificar y reducir los órganos de decisión de las universidades, profesionalizar la toma de decisiones, cambiar los procesos electivos para evitar el corporativismo y la endogamia y asegurar una mayor transparencia. Y además de todo eso, llama la atención sobre una práctica que iguala a las universidades con las instituciones políticas del país, ya sean nacionales, autonómicas o municipales. Que las igualan en lo malo, vamos.

Se trata de la creación de entidades instrumentales que no siempre han respondido a necesidades que deban atenderse o a la racionalización de la gestión, sino más bien, dice el Tribunal de Cuentas, a "la deliberada huida de los controles internos o del control presupuestario y de gestión" y a la búsqueda de "un campo de actuación menos reglado en el que poder incrementar el margen de discrecionalidad de las decisiones" (para firmar contratos, aumentar el personal y prestar servicios). Pongamos cifras a esta literatura crítica: en 2012 funcionaban 574 entidades dependientes de las universidades públicas o vinculadas con ellas, en su mayoría fundaciones, con unos gastos de 529 millones de euros. Aproximadamente, porque no todos los gestores explican sus cuentas como deben.

Así que ya estamos en las mismas que con las comunidades autónomas y ayuntamientos: entramados de organismos de dudosa eficiencia, que incrementan los costes, facilitan del descontrol y potencian el clientelismo. ¿No es esto una fuente de despilfarro y un comportamiento de casta?

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