La Noria

Carlos Mármol

Las guerras perpetuas

Los partidos políticos de Sevilla continúan inmersos en una confrontación sin final en la que sólo cuenta derribar al adversario para conquistar el poder sin interesar demasiado lo que harán cuando lo consigan

ENDOGAMIA, podría llamarse la figura. Sectarismo, según algunos. Autismo, en opinión de otros. Con independencia del término que se prefiera, el fondo es el mismo: los grandes partidos políticos de Sevilla continúan sumidos a menos ya de 50 días para la cita con las urnas en el agrio ceremonial de un conflicto perpetuo que, lejos de querer limpiar la vida pública, no persigue otra cosa que alcanzar el poder mediante el viejo recurso de manejar la percepción de la realidad que tienen los ciudadanos, con independencia de los medios necesarios (asunto éste trascendente) y hasta del fin (la utilización misma del mando).

El espectáculo recuerda mucho a los viejos juegos del circo romano. Gladiadores al ataque, crecidos, con tridentes y redes. Luchadores a la defensiva, esperando el momento adecuado para intentar forzar un contraataque. Gente caída sobre la arena, con motivo o sin él. Una jauría repentina que muerde con o sin razón. Y un público que por momentos está atónito (realmente es un espectáculo sorprendente), a ratos parece sonriente y, en algunos casos, incluso jalea a los distintos contendientes.

El panorama podrá parecer entretenido a algunos. La guerra, sobre todo si no nos toca de cerca, siempre ha sido una atracción. Ocurre sin embargo que, al igual que pasaba en tiempos de los romanos, cuando el público abandonaba el coliseo, donde generalmente dejaba de pensar para dar rienda suelta a sus instintos primarios (la crueldad, la sensación de dominio, el desconcierto), el imperio seguía igual: regido siempre por un tirano (rara vez se trataba de otra figura, por muchos aderezos que utilizaran los habituales cantores de gestas), sostenido gracias a la fuerza bruta y asentado sobre unos cimientos que no se apoyaban en los aciertos logrados en el ejercicio del poder (su correcta utilización para algún tipo de objetivo) sino sencillamente en su posesión. En el mero dominio.

No hemos cambiado nada. Esta semana la juez que investiga el caso Mercasevilla, cuya dimensión hace tiempo que saltó a escala regional y nacional, ha decidido imputar al primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Sevilla, Antonio Rodrigo Torrijos (IU). No es el primer acusado en la fase de instrucción judicial. Ni será probablemente el último. Sin embargo, su citación ha sido celebrada por algunos -el PP esencialmente- como una victoria política. Hasta el punto de jalearla en un foro tan poco dado a este tipo de excesos como el club Antares. Probablemente están en su derecho, aunque llama la atención el contraste: justo antes de desear que el candidato a la Alcaldía de IU "pasase a la historia" los populares defendían que su objetivo electoral real consistía "en ayudar a los demás y ser útiles a la sociedad". ¿Se es útil a la sociedad celebrando una imputación judicial? Habrá quien piense que sí. O que dependerá más bien de quién sea el imputado. Evidentemente es una forma de verlo. Lo llamativo, en mi opinión, es cómo este tipo de episodios se manipulan sin rubor en beneficio propio. Se imputa a Torrijos y se hace una algarada. Se imputa a altos cargos socialistas y se les condena de antemano. En cambio, se aprueban, como ocurrió el viernes, unas listas electorales para Valencia con un sinfín de sospechosos, igual de imputados que Torrijos o que otros muchos altos cargos socialistas del Ayuntamiento de Sevilla y de la Junta de Andalucía, y la actitud de los populares, sumidos en su particular cruzada salvífica, consiste en establecer diferencias. Matices. Castas. Justo lo mismo que durante años han hecho los socialistas (ambiguos durante mucho tiempo con la presunta corrupción en sus múltiples formas) y, en el caso de Sevilla, hace ahora la coalición de izquierdas. De los andalucistas, que pregonan precisamente su naturaleza diferencial en estas elecciones locales, basta echar un poco la vista atrás para recordar épocas no demasiado brillantes. ¿Quién osa presumir de coherencia?

Habrá, evidentemente, quien vea este ceremonial algo propio de la dialéctica política. Quien estime que esto es inherente a la lícita confrontación partidaria. Es una forma de pensar. Yo, al contemplar el panorama, no veo ninguna excepción, me cuesta encontrar algo de coherencia entre lo que dicen y lo que hacen todos los políticos y no reconozco señales que induzcan al optimismo. Me acuerdo además de lo que un ciudadano anónimo decía el otro día en un periódico: ¿Qué me importa a mí lo que ocurra con Zapatero, las primarias de los socialistas, la victoria de Rajoy, la escalada de Zoido a la Alcaldía, la pelea (de pandilla) entre Chaves y Griñán y todas estas cosas si el seguro de desempleo que cobro temporalmente y con el que alimento a mi familia hasta que me salga algo de trabajo se termina dentro de apenas cuatro meses? Evidentemente, nada. Cero. Niente.

Las pugnas políticas son historias (eternas) de confrontación sucesiva, luchas por el poder y fruto de la competencia humana. Suelen discurrir casi siempre por los mismos senderos. Pero no son los únicos relatos válidos de nuestro tiempo. De hecho, son bastante secundarios sobre el asunto esencial: el extraño suicidio de una sociedad en la que valores como el esfuerzo, el talento y la excelencia sólo son meras palabras. Donde sólo cuenta lo que tienes, no lo que seas.

Acaso la causa real de la actual degradación del panorama político, que erosiona en su propia esencia una democracia que en España siempre ha sido mucho más formal que sustancial, consista justamente en este asunto: la progresiva pérdida de perspectiva de la clase política, los medios de comunicación, ciertos círculos sociales de influencia, poder y dinero y, en general, de la vida oficial con respecto a la calle. La grieta, histórica, cada vez se hace más grande. Va camino del abismo.

Hablamos de mundos desgraciadamente opuestos, cuyos objetivos, más allá de la retórica políticamente correcta, se han convertido en contradictorios. Son el reverso de la elogiada transición española, cuando todavía se confiaba (acaso ingenuamente) en el poder benefactor de la política. Por un lado están los ciudadanos ordinarios luchando por sobrevivir ante un panorama económico desolador, padeciendo una crisis que han provocado los propios excesos del sistema y que ningún poder político ha sido capaz de prevenir, probablemente porque en cierto sentido algunos se han beneficiado de ella; por otro, una casta dirigente, repartida en sucesivos virreinatos territoriales, a la que sólo le preocupa conquistar o retener el poder más que utilizarlo para conseguir ciertos fines colectivos. Comunes.

No digo que la situación esté provocada conscientemente, aunque a veces lo parezca. No hablo de ninguna conspiración secreta, aunque haya indicios de alguna. Probablemente, en la vida suele ocurrir con cierta frecuencia, la coyuntura obedezca en realidad a una confusión de partida, conceptual, de prioridades. Lo que ya es muestra de que la mirada de ciudadanos y políticos sobre la realidad (Sevilla, en nuestro caso) es completamente distinta. Opuesta. Una significativa evidencia que en los sondeos de opinión suele traducirse en un dato estadístico frío: los ciudadanos consideran que los políticos son el tercer problema de España tras el paro y la situación económica. Debe ser por algo.

La rueda mientras tanto sigue girando. En menos de cincuenta días tendremos (quienes voten; en las municipales rara vez son más del 60% del censo) que elegir a la nueva corporación municipal (frente a lo que habitualmente se dice, no elegimos al alcalde; esto lo hacen los partidos). Un año después, si no antes, llegarán las autonómicas y las generales, trufadas previamente por el proceso de sucesión en el PSOE. Posteriormente, los correspondientes cónclaves regionales y locales de los socialistas. La guerra por el poder dura todo el tiempo. No termina nunca. El mundo real, mientras tanto, sigue hundiéndose. Gran espectáculo.

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