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La Sevilla del guiri

Lo que nos hace especiales

TENGO una sobrina con Síndrome de Down que a los seis años aún necesitaba pañales. Mi hermana y cuñado durante tres años intentaron enseñarle utilizar el orinal. La cría, cuando no estaba estreñida, tenía diarrea. Llegó a acomplejarse. Era un trauma tener que hacer caca. Como último recurso, sus padres acudieron a un especialista.

Viven en New Canaan, Connecticut, una ciudad dormitorio de Nueva York. Si EEUU es el país de los especialistas, Nueva York es la gran capital. Asistieron a una conferencia de un pediatra gastroenterológico especializado en "retención de heces". Algunos del público tenían niños con necesidades especiales y complicaciones médicas, pero la gran mayoría eran padres controlados por sus hijos, y por ello no podían dar los pasos necesarios para criarlos sin la ayuda de un experto. Aquel médico garantizaba el éxito de su tratamiento, quizás porque hasta que terminara, los padres le llamarían cada día para ponerle al corriente, y así recibir palabras de ánimo, e incluso a veces un sermón para que cumplieran con lo recomendado.

Gracias a este médico y su especialidad, mi sobrina ya hace caca con regularidad en el orinal, quitando un peso de encima a ella y a sus padres. Los especialistas, no sólo en la medicina, sino en todas las profesiones, hacen que mucha gente viva más tranquila, segura y mejor. Pero cuando los especialistas se apoderan de todo lo difícil de una vida con la excepción de nuestro trabajo, están quitando, no añadiendo, valor a nuestra sociedad. Los padres débiles y vacilantes que acuden en manadas a aquel especialista que curó a mi sobrina me hacen pensar que mis paisanos dependen cada día más de los expertos para que éstos hagan aquel trabajo que nos haría crecer como personas.

Supongo que cuanto más dependamos de los expertos para hacer lo básico, de mejor salud gozará el capitalismo. Todo el mundo tendrá un trabajo que hacer y puede pasar 12 horas al día en ello sin preocuparse de descuidar el resto. Siempre que cobren y no queden atrás sus facturas, los demás se ocuparán de todo lo demás. Es tentadora esa manera de vivir. Gracias a que mi especialidad -la de escribir artículos como éste- es tan mal pagada, no puedo permitirme el lujo de llevar una contrata para todo lo que me da pereza hacer.

Tengo otra especialidad. Soy profesor de inglés. Ésa sí aporta algo a las finanzas familiares además de liberarme del mundo virtual de mi escritura. Voy de casa en casa, de empresa en empresa, impartiendo clases. Añado un trabajo, o dejo otro, según mis circunstancias y necesidades. Con mis alumnos, me mantengo al tanto con la actualidad. Me cuentan sus vidas, yo les cuento la mía. Intercambiamos impresiones y perspectivas. El fin es rotundamente americano: conseguir materia a toda costa. El medio es rotundamente español: trabajillos aquí y allá para llegar a fin de mes.

Pero es el ejercer como padre lo que verdaderamente me hace salir de mi zona de confort. Durante las siete horas que paso con mis hijos cada mañana, sin ayuda, hago el trabajo más agobiante, agotador y gratificante de mi vida. Fracaso y triunfo una y otra vez cada día, aprendo sobre la marcha, a veces demasiado tarde, a veces a tiempo, y vivo con las consecuencias de mis errores y aciertos. Es el trabajo más antiespecialista que existe. Nunca perdona y siempre perdona. Me hace sentir alternativamente como un rey y como un esclavo. No lo cambiaría por nada. Me está haciendo hombre, pero cada día a las tres de la tarde cuando mi mujer toma el relevo con los críos, me despido de ellos como un soldado con seis horas de permiso fuera del frente.

No debería de extrañar que mi mujer gane el pan de verdad en nuestra casa. Trabaja en una empresa andaluza cada día más americana en sus formas. Las instalaciones son flamantes y de vanguardia. Poseen un restaurante donde todos los empleados comen el mismo menú, una guardería donde los niños de los empleados se pueden quedar hasta las ocho de la tarde sin problema. Hay un gimnasio, hay autobuses para llevar a los empleados desde sus casas y de vuelta. Todo es diseñado para la conveniencia de los empleados, para que se vuelquen más en su trabajo, para que no tengan que preocuparse de lo demás. La plantilla es cada día más joven, más adicta a su trabajo, más especializada. Mi mujer, sin especialidad definida, cada día desentona más en este entorno laboral. Como una madre con niños pequeños, aprovecha su derecho a trabajar una jornada reducida. Esto desconcierta a la nueva guardia. En una ocasión, un jefe le dijo: "O te dedicas a criar a tus hijos o a trabajar. Hay que centrarse cien por cien en una sola cosa". No confundamos estas palabras con machismo. Seguramente me diría lo mismo. Porque divido mi tiempo despierto en criar a mis hijos, escribir y enseñar inglés, pensaría que hago todo a medias, y por lo tanto mal. Esa forma de pensar no es otra que la lógica mal concebida de un ejecutivo que vive sólo para su trabajo.

Reflexionando sobre qué haríamos si despidieran a mi mujer por no tener dedicación plena a su trabajo, ella sugirió que lleváramos nuestro carromato a EEUU para probar suerte allí.

-Puedo enseñar a la gente a dejar a un lado su trabajo sin sentirse culpable.

Ésa sería su especialidad.

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