La tribuna

José Luis Valverde

109.964 irlandeses

EL voto de 109.964 irlandeses ha decido la suerte del proyecto europeo. Irlanda ha dicho no al Tratado de Lisboa, con un 53,4% de los votos frente al 46,6% que ha dicho sí. La participación fue del 53,1%. Estas son las cifras de una nueva crisis en la construcción europea.

Los principales líderes europeos han expresado decepción y preocupación. A continuación han llegado las cábalas sobre lo que habrá que hacer. Esperemos al próximo Consejo europeo, mañana y el viernes, para ver qué es lo que deciden. Hacer conjeturas aquí y ahora no deja de ser inútil.

Se espera, como siempre, un ejercicio de ficción político-jurídica. El Consejo Europeo es la institución más impredecible y desacreditada de la UE. De una forma u otra, el mal ya está hecho. El mensaje que ha llegado a los ciudadanos es que la Unión Europea sigue en crisis.

Antes de intentar entrever el futuro es conveniente una reflexión sobre lo que supone esta votación. Los partidarios del no irlandés están eufóricos; han declarado, entre otras cosas, que "es un gran día para la democracia irlandesa" y han añadido que "esto es democracia en acción... y Europa necesita oír la voz del pueblo".

Aquí pueden residir algunas de las claves para afrontar el futuro. La Europa de los 27 tiene una población de 493 millones de habitantes. Irlanda es miembro de la UE, con 4.2 millones de habitantes, lo cual representa a menos del 1% de la población de la UE.

Realizado el referéndum sobre la ratificación del Tratado de Lisboa, los ciudadanos irlandeses que ha votado no, representan el 28.3 de su electorado. Y la diferencia entre votos negativos y positivos ha sido de 109.964 votos, con 6.171 votos nulos.

Con este marco estadístico, nadie puede negar la legalidad formal de la decisión, en el ámbito de la Constitución irlandesa, aunque reafirme el problema de base de todas las democracias de la UE cuando votan temas europeos.

La escasa participación pone en evidencia la legitimidad de las votaciones. Unas minorías deciden sobre las mayorías. En este caso, el 28.3 del electorado irlandés no sólo impone su criterio a todo el país de Irlanda, sino también a toda la UE, con 493 millones de habitantes. Esto es legal, pero es una aberración política y democrática. Este es el problema. Lo mismo sería en el caso de Francia, Holanda, Dinamarca o cualquier otro país europeo.

No podemos inmiscuirnos en sus Constituciones, pero tampoco podemos aceptar que sus incongruencias nos afecten a todos.

Una realidad nacional no puede condicionar la democracia de toda la UE. Es el diálogo de conjugar el todo y las partes del federalismo. Una parte no puede condicionar al todo. La democracia de la UE puede y debe exigir disponer de una norma que fije lo que se ha de considerar una decisión democrática, en el conjunto.

Si para las votaciones en el Consejo, en un futuro, se había negociado el sistema de votación por doble mayoría (55% de Estados y 65% de población) para las cuestiones en que los Tratados fundacionales exigen unanimidad habrá que fijar otro tipo de doble mayoría, aunque sea mucho más reforzada.

Hay que preguntarse si Europa puede seguir funcionando condicionada por la decisión unánime de las democracias formales de sus estados miembros. Antes o después el Consejo Europeo debe plantearse este tema preliminar.

El proyecto jurídico político de la UE está basado en la superación de las estructuras tradicionales del Estado-nación y el concepto de soberanías absolutas para hacer posible el ejercicio de competencias transferidas en las instituciones de la UE.

Una vez que un país se transforma en miembro de la UE, su autonomía nacional queda inmersa en la nueva realidad jurídica política del marco superior de la UE. Una parte, grande o pequeña, no puede condicionar ni el hoy ni el mañana del conjunto. La democracia de la UE exige de los estados miembros la renuncia a la norma de de la unanimidad en las decisiones de la UE. Este es el problema de base. Si no se afronta, seguiremos viviendo en la inestabilidad, la ineficacia y el chantaje.

No se necesita con urgencia ningún Tratado de Lisboa, ni mucho menos una mixtificación política del mismo, para salir, aparentemente, de la crisis. Al contrario, el Tratado de Lisboa no supone ningún avance en la mejora institucional y sí una grave desnaturalización del equilibrio interinstitucional, dando preeminencia al Consejo.

Con diez estados miembros con menos de seis millones de habitantes cada uno, incluidos Malta, Luxemburgo y Chipre, que no llegan a un millón, la ficción política de la soberanía igual para todos los Estados, aunque sea un principio decimonónico del derecho internacional, no es válida para seguir la construcción europea.

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