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QUÉ poco han durado incólumes los argumentos, a modo de diques, que intentaban desacreditar la imagen de la juez Mercedes Alaya como un personaje despótico que se excedía en sus atribuciones de fiscalización al poder ejecutivo andaluz. En menos de una semana, su demonizada petición de las actas de las reuniones del Consejo de Gobierno ya ha dejado de ser y parecer un abuso, un exceso, una ilegalidad, una causa general. Alaya ha cruzado varias líneas rojas de una sola zancada y el gabinete de Griñán pasa por el aro y le envía los documentos de más peso político que han formado parte de un sumario judicial instruido en Sevilla.

Los partidos han politizado la Justicia hasta extremos obscenos. Es casi imposible que un gran profesional de la Justicia pueda hacer carrera si no se alinea a un lado o al otro del bipartidismo. Después, los partidos han trasladado a los juzgados su renuencia a concretar las responsabilidades políticas de los casos de irregularidades y corrupción, empantanando lo que es motivo de destituciones y a lo mejor no de juicios. Embarullando lo que es repulsivo para la ética pero no tiene por qué ser tipificado como delito. Han judicializado la política para frenar las acusaciones ajenas y percutir con las propias.

En ese contexto infame, la petición de Alaya tiene un extraordinario valor democrático. Puede que no sirva para esclarecer el origen político del manejo irregular de fondos a pesar de las advertencias de los interventores. Puede que sólo contribuya a dispersar un caso que habrá de centrar y concretar. Pero el solo hecho de conseguir que las actas del poder ejecutivo sean más transparentes ante el judicial, y se someta a sus investigaciones bajo el imperio de la ley como cualquier hijo de vecino, es un avance histórico que marca un precedente bueno para todos, y bueno para la política sana que no teme la prueba del algodón.

Alaya pone su propio lacre a la erradicación de las lacras.

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