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La crónica económica

Rogelio / Velasco

¿De quién son las lágrimas?

UNA de las peculiaridades fiscales de este país es que rara vez los gobiernos nombran a los contribuyentes, especialmente cuando se toma una decisión pública que genera un coste para aquéllos. Es el Gobierno, aparentemente, el que asume el coste. En otros países, sin embargo, cada decisión pública que comporte un gran coste para los contribuyentes es seguida por una referencia directa a éstos.

Durante las semanas que estamos viviendo, hemos presenciado la quiebra de varios bancos importantes, a los que seguro seguirán algunos más. Ayer se hizo pública la ayuda del Gobierno norteamericano a las entidades semiestatales hipotecarias, Fannie Mae y Freddie Mac, por 25.000 millones de dólares. El californiano Indy Mac fue intervenido la semana anterior. Bear Stearns fue absorbido por J. P. Morgan con ayuda de un crédito del Gobierno.

En estos casos, como en otros que se produjeron años atrás, el dilema que se plantea es: ¿hay que dejar que un banco en dificultades quiebre o debe el Gobierno -esto es, los impuestos de los contribuyentes- ayudar a salvar a la institución? La quiebra de un banco conlleva la pérdida del capital de los accionistas y, si los depósitos no están asegurados, la consiguiente merma de los ahorros de los clientes.

Pueden adoptarse dos actitudes. La primera, dejar que el banco se hunda. Los accionistas perderían todas sus acciones y los depositantes sólo recuperarían aquela parte de sus ahorros que estuviese asegurada. La segunda, ayudar al banco en dificultades con dinero público, ya sea nacionalizando la institución (como ha ocurrido con el Northern Rock británico) o concediendo un préstamo (como sucede con Bear Stearns).

Defender la primera posición contiene un mensaje profundo: evitar que los directivos de los bancos asuman riesgos desproporcionados, castigarlos e impedir que vuelva a ocurrir en el futuro. La segunda, evitar que lo que le ha ocurrido a un banco, se contagie y extienda a todo el sistema financiero, generando una situación de pánico y caos en la economía. No es fácil adoptar una decisión. Pero en todo caso, un escenario es que algunas entidades aisladas tengan dificultades y otra distinta es que el conjunto del sistema bancario las padezca. En el primero, las autoridades podrían adoptar la primera de las actitudes señaladas. Pero, en ningún caso, en el segundo de los escenarios.

Si las autoridades suecas no hubiesen intervenido a principios de los años 90 para rescatar a los bancos privados, el país habría caído en el abismo. De igual modo podemos decir de las japonesas durante el mismo periodo, o de las españolas durante la crisis que vivimos en los 80. En todos los casos, eran demasiados bancos, demasiado grandes, para dejar que se precipitaran al vacío sin red.

En algunos de los casos, son los accionistas los que pierden; en otros, son los depositantes los que sufren pérdidas. Pero en todos los casos, los contribuyentes son los que apechan con la peor parte. De éstos son siempre las lágrimas.

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