COMIENZA el mes de mayo de 1985. Un grupo heterogéneo de personas llena una oscurecida parroquia del Salvador. El día antes, con la sencillez y la humildad de siempre, en los brazos de sus hermanos, la delicada imagen de la Pura y Limpia del Postigo se ha entronizado en el portentoso altar mayor de la colegial.

La tarde cae alegre, con ese aire limpio que preludia los cielos transparentes de junio. Sobre el presbiterio se constituye una también heterogénea presidencia de curas con chalequillos y cofrades con trajes oscuros y corbatas anchas de rayas. Un hombre espigado, aún joven, se levanta seguro de su asiento y sin más acompañamiento que unas cuantas fichas se dirige hacia el atril. Comienza el Pregón de las Glorias.

Aún no han transcurrido los primeros compases cuando un estruendo seguido de una exclamación para en seco el desarrollo del acto. En la nave del Cristo del Amor un impresionante trozo de escayola de la decoración de la bóveda ha caído sobre los presentes. El párroco baja alarmado de la presidencia, comprueba que no hay daños personales. Se acota la zona. La frialdad y el miedo, el comentario y la duda se difunden entre los asistentes al acto.

El pregonero suelta las fichas y retoma su discurso; improvisa. Comenzando por su derecha hace un recorrido por todas y cada una de las advocaciones situadas en capillas y altares; Voto, Mercedes, Rocío, Antigua, Carmen, Aguas, Socorro, Pura y Limpia; para cada una de ellas tiene un piropo, una frase, que culmina en una oración de acción de gracias. No habla el pregonero, habla la sabiduría, el conocimiento, la inteligencia y la fe de un cofrade de ley que se llama Fernando Cano-Romero Méndez. Para algunos de los presentes comienza a formarse la leyenda.

Ayer, en el Teatro de la Maestranza se consagró esa leyenda, pero entre la luz y la esperanza, superada la palabra, la mirada limpia, señorial, libre y fiel, la profunda fe de un cofrade de Sevilla, seguirá estando para muchos muy por encima del fugaz tiempo del pregón.

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