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LA deserción de uno de cada dos de sus votantes en 2006 es una hecatombe sin parangón más reciente que el del fiasco de 1984, cuando Heribert Barrera se dejó por el camino la mitad del zurrón que logró en las primeras elecciones catalanas tras la guerra civil, con esos 14 escaños decisivos para hacer de Jordi Pujol el molt honorable president; no menos cuco y que se guardó -entonces y a lo largo de sus 23 años de mandato- de incorporar a algún miembro de ERC al Govern que le sacara los pies del tiesto del autonomismo.

Cargada de historia, con militantes legendarios como los ex presidents Françesc Macià, Lluís Companys o Josep Tarradellas (en el exilio), el aura nostálgica que envolvía a la formación republicana claudicó poco a poco ante el pragmatismo de CiU. La travesía del desierto de los años 80 se cierra con el tándem Àngel Colom-Pilar Rahola, que levantan cabeza con la autodeterminación como banderín de enganche. El testigo lo recoge Carod-Rovira, que catapulta a ERC y la reinstala en 2003 en la Generalitat. Pero su acuerdo con ETA en Perpignan para que en Cataluña no corriera sangre inocente sirve para que le pongan rabo, tridente y azufre en el resto de España al conseller en cap. La tensión que genera la reforma del Estatut le sirve a ERC para mantener sus constantes vitales independentistas, y así mantiene el tipo en las autonómicas de 2006.

Tres años después, el inefable Joan Puigcercós toma el mando. Y entre la fragmentación del independentismo, el inverosímil maridaje de ERC con el PSC, del que reniegan muchos ex fieles, y la crispación insolidaria al cubo que practica su vencido líder, cabe proclamar -parafraseando con despecho su ofensiva visión sobre Andalucía- que este monstruo tiene al partido hecho un cristo y que como siga al frente no le va a acabar votando ni dios.

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