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el poliedro

José / Ignacio Rufino

Nada más lindo que la familia unida

l La Unión Europea intenta apuntalar el euro en un clima poco propicio, de disensión profunda entre sus miembros

EUROPA se parece a una gran familia con muchos herederos que tienen intereses distintos. Los miembros tienen un negocio compartido, que en el caso comunitario es, más allá de unos mercados y una regulación comunes, el euro. Pero las visiones de cómo gestionar ese bien común son distintas, si no abiertamente contrapuestas. Por ejemplo, los intereses de Finlandia no es que no tengan que ver con los de Portugal, es que probablemente sean contrarios. Igual cabe decir sobre Alemania frente a España. El verso suelto, el Reino Unido, tiene su empresita propia -la City financiera de Londres, que vive en buena parte de la empresa matriz- y no tiene acciones en el negocio del euro: va por libre, pero permanentemente haciendo de pepitogrillo sobre lo burocráticos, lo antiguos y lo distintos de él que son sus 24 familiares del continente, y exigiendo protección a sus intereses; lo demás le importa poco o nada. Alemania es el heredero que gobierna el patrimonio a heredar, y hace y deshace a su gusto con mayor o menor finura, arrimando siempre el ascua a su sardina con la ayuda de parientes que más bien son lacayos, contentados por el macho de la vara -Alemania, como decimos- con migajas y con la inútil sensación de seguridad que al endeble le proporciona el poder del dominante, poder que a su vez ellos sustentan. Una jaula de grillos con las antenas requemadas. El euro fue un amor que, como tantos otros, se acabó convirtiendo en una condena. Aunque no en igual medida para todos, no.

La Europa unida política y económicamente tendrá o no tendrá futuro, pero no tiene presente ninguno. Con la actual estructura de relaciones es insostenible. Para colmo, el gamberrillo refinado, creativo y vividor de la familia reclama de repente su visibilidad y cuota perdida en la gestión del cotarro compartido… o quizá acabe yéndose y reventando el invento. No el cipayo técnico de Monti, sino el país, Italia, ese otro verso suelto, comienza a mostrar síntomas de hartazgo infinito con el manejo que en su propia casa ejerce el núcleo duro de la familia. Italia no es cualquiera: puede hacer un enorme daño a los demás, y siempre ha sabido caminar sola. Con más razón que un santo, Berlusconi -quizá descontado, seguramente impresentable y hasta delincuente, pero un premier electo una vez tras otra- ha dicho esta semana que la prima de riesgo es una estafa. Un engaño que pocos atrincherados perpetran contra muchos desprotegidos. Un timo vestido de racionalidad del mercado. Todas las criaturas llevan dentro una perversión oculta: la prima de riesgo es un concepto técnico razonable, pero es a la postre una forma de destrucción de territorios que tiene como fin último apropiarse de los mejores activos de dichos territorios.

Esta semana, la familia ha acordado controlar más y mejor a la banca, en la enésima reunión versallesca que aquilata las relaciones desiguales. ¿Toda la banca? No. El acuerdo evita importunar los recovecos más oscuros de la banca alemana (que fue tan golfa e irresponsable como la que más). Con el objetivo de calmar al minotauro de los mercados financieros, la Europa germánica -y todos tras ella, marcando el paso- sigue obsesionada con una política de austeridad que está diezmando la demanda hasta niveles que impiden cualquier perspectiva de crecimiento económico y, consecuentemente, manda sucesivas oleadas al paro o al infraempleo. Una epidemia de pobreza está en curso. Pero no es que no haya dinero, es que está concentradísimo: la brecha de rentas -muy pocos extraordinariamente ricos; la gran mayoría sin poder pagar los bienes y servicios acostumbrados- es la principal bomba de relojería. La brutal desigualdad que se acelera también vertiginosamente tiene que ver con la patente de corso que se otorgó a la banca, y en el cada vez más reducido número de fortunas galácticas están, sobre todo, los intereses de la alta finanza. La familia, en tanto, parece no querer darse por enterada. Por qué será.

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