Joaquín Aurioles

¿Cuál es la mejor política económica?

Los mercados fallan con mucha frecuencia y existen dos formas de afrontar sus consecuencias: una correctora, la política económica, y la otra preventiva, un adecuado desarrollo institucional

PODRÍAMOS decir que la que mejor contribuya a los objetivos políticos en general. Así que lo primero es contestar a la pregunta de cuál es la mejor política, sin adjetivos. A finales de 2001 muchos norteamericanos habrían elegido la que proporcione mayor seguridad ciudadana, mientras que el apoyo a la opción que prometa crear un mayor número de empleos sería muy probable entre los andaluces actuales. Muchos dirían que la que maximice el bienestar social y J. Benthan, filósofo y economista inglés, habría contestado hace dos siglos que la mejor política es la que garantice mayor felicidad a un mayor número de personas. El problema es que tanto la felicidad como el bienestar resultan difíciles de medir, así que la democracia lo intenta resolver permitiendo al ciudadano elegir cada cierto tiempo entre los programas que proponen los diferentes partidos.

Aceptemos bienestar o felicidad, pero en todo caso en un contexto social de mercado, es decir, de competencia intervenida o regulada, en el que necesariamente deben plantearse las opciones de política económica. Uno de los teoremas fundamentales de la economía del bienestar sostiene que la competencia entre las empresas por su espacio en el mercado y entre los individuos para resolver sus necesidades producirá el mejor de los resultados posibles, entendido como la asignación de recursos que permite la mejor combinación de cantidad y precios de bienes y servicios producidos e intercambiados. Digamos que se trata de un óptimo económico o de mercado, que es una situación que W. Pareto, economista italiano, definió hace algo más de un siglo como aquélla en la que nadie puede mejorar sin que alguien se perjudique.

El problema es que no existe un único óptimo de Pareto porque depende de la situación inicial de los individuos. El mercado proporciona una solución óptima cuando todos los recursos están concentrados en unas pocas manos y otra diferente, pero igualmente óptima, cuando están equitativamente distribuidos. Pero si el mercado puede proporcionar diferentes soluciones óptimas, entonces, ¿cuál de ellas es la que permite -siguiendo la respuesta de Benthan- maximizar la felicidad de los ciudadanos? La búsqueda de respuestas a esta pregunta nos lleva a otro de los teoremas fundamentes de la economía del bienestar, según el cual una política económica adecuada puede aproximar el óptimo del mercado al óptimo social. Como es lógico, la elección del óptimo del mercado que coincide con el social constituye otro grave problema, que cada ideología política interpreta a su manera, así como la mejor forma de intervenir para aproximarlos.

En lo que todos podemos estar de acuerdo es en que los mercados fallan con mucha frecuencia. A veces se generan costes, como los de la contaminación, que soporta el conjunto de la sociedad y no quienes los provocan. Es un fallo del mercado porque el resultado sería una combinación de cantidad de producto y precio diferente de la que correspondería al óptimo social, y lo mismo podría decirse de la desprotección frente al mercado de los individuos con menos recursos para resolver algunas de sus necesidades fundamentales (educación, sanidad, etc.), de la posibilidad de abuso de posición dominante por parte de los monopolios naturales o de los casos de corrupción. Situaciones como las apuntadas justifican la intervención regulatoria de las actividades productivas, incluso la prohibición de algunas por parte de la política económica; la producción de bienes y servicios públicos; o el establecimiento de impuestos que favorezcan una mejor distribución de los recursos o penalicen los comportamientos que conducen a situaciones alejadas del óptimo social. Dicho de otra forma, si las leyes que regulan la competencia funcionan adecuadamente, si el diseño y la ejecución de la política fiscal es el correcto y si los servicios públicos se prestan en condiciones de eficiencia y suficiencia, es decir, si las instituciones funcionan adecuadamente, entonces se reduce la necesidad de recurrir a la política económica para corregir los fallos del mercado.

Existen, por tanto, dos formas de afrontar las consecuencias de estos fallos. Una es la política económica, la otra un adecuado desarrollo institucional. La primera es correctora, la segunda preventiva, pero la principal ventaja de ésta última es que si los fallos de mercado son frecuentes, lo mismo puede decirse de las decisiones políticas equivocadas y de los errores en el diseño y ejecución de las mismas. Se ha podido comprobar en repetidas ocasiones a lo largo de la última gran crisis internacional, desde los iniciales errores de diagnóstico, hasta los contradictorios planteamientos estratégicos en torno a las reformas políticas, los recortes en el gasto público o el propio Brexit. Lo que nos dice la experiencia es que no existe garantía alguna de que la distancia al óptimo social de las consecuencias de las decisiones políticas que pretenden corregir al mercado vaya a ser inferior al resultado de dejarlo funcionar libremente. Lo que sí se puede afirmar con rotundidad es que con los recursos económicos, y en especial con el dinero, ocurre como con el estiércol, que huele fatal cuando se acumula en pocos sitios, pero que puede ser muy beneficioso si se reparte adecuadamente.

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