EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

La memoria histérica

RUANDA y Burundi son dos países africanos que muy poca gente sabría situar en un mapa. Son dos países pobres, atrasados y que han vivido algunos de los sucesos más terribles de los últimos tiempos. En Ruanda, en 1994, durante un mes de locura colectiva, una minoría enloquecida de hutus eliminó a medio millón de personas indefensas sólo porque eran de otra tribu (los tutsis), o porque eran de la misma tribu pero se negaban a participar en la matanza ("hutus moderados", los llamaba la prensa occidental, que todavía no ha encontrado un adjetivo para definir el valor de alguien que es capaz de proteger a su supuesto enemigo y dar la vida por él). En Burundi las fuerzas estuvieron más igualadas, pero la guerra civil -que acabó hace dos años- alcanzó los mismos niveles de crueldad y de odio.

En Ruanda y Burundi las heridas están aún frescas, pero hay prensa independiente y foros de opinión libre. Y lo más asombroso de esos debates políticos es que son mucho más reposados que los que se hacen en España sobre la Guerra Civil (una guerra, por si hiciera falta recordarlo, que terminó hace setenta años). En Ruanda y Burundi, sean cuales sean los orígenes étnicos de cada uno, se ha llegado a la conclusión de que los dos grupos enfrentados deben reconocer sus errores y asumir su parte de responsabilidad en la tragedia, porque es imposible vivir en un mismo lugar sin aceptar la presencia del "otro" al que se teme y, por tanto, se odia. Así que nadie se cree en posesión de la verdad histórica absoluta, porque todo el mundo sabe adónde han llevado las verdades históricas absolutas. Y tanto tutsis como hutus reconocen que sus emisoras de radio fueron maquinarias de engendrar odio y de incitar a la histeria, llegando en algunos casos a señalar con nombres y direcciones dónde estaba la persona que debía ser eliminada. "¡Allí vive una cucaracha, pisoteadla sin piedad!", decía la Radio Mil Colinas en los peores momentos del genocidio de Ruanda.

En España han pasado setenta años desde el final de la Guerra Civil -de la que mucha gente, por cierto, no sabe nada-, pero es imposible encontrarse con esta misma mesura y este mismo sentido de la concordia. Aún se escriben novelas protagonizadas por monigotes de novelita moralizante: el buen miliciano y el falangista cobarde, o el honesto republicano y el fullero franquista que se enriquece haciendo negocios sucios. Y aún hay tertulianos radiofónicos que hablan de los vencidos republicanos del 39 como si fueran milicianos borrachos dispuestos a violar a una monja. Y lo que es peor, casi nadie se atreve a reconocer los errores -ni mucho menos los crímenes- que cometió el bando con el que uno se identifica. ¡Y setenta años después! Felices africanos.

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