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Rafael Padilla

Una mercancía averiada

TRAS el pasado Congreso Federal del PSOE, entre las líneas maestras de la futura actuación del partido y junto a otros que suponen -ocasión habrá de reflexionar sobre ellos- una radicalización de sus postulados, aparece, como prioritario, el objetivo de "avanzar hacia la laicidad del Estado a través de una progresiva desaparición de la liturgia y símbolos religiosos en los espacios públicos y en los actos oficiales". Se trata, sin duda, de una de las apuestas más queridas y personales del presidente Zapatero, que cree ahora importante "esto que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo de Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias". O dicho de otro modo, la "modernidad" gobernante nos comunica su empeño de reducir lo religioso a lo individual y particular, anulando, si fuere menester por ley, toda dimensión social y pública de la religión.

Obviando el insignificante detalle de que tal tesis no tiene en absoluto cabida en la vigente legalidad constitucional, ésta presenta además, a mi juicio, tres gravísimos inconvenientes. El primero, que compromete la propia coherencia del intento, deriva de su inaplicabilidad contrastada: en el país no hay manifestación religiosa que no cuente con la presencia y el apoyo entusiasta de las autoridades públicas, muchas de ellas socialistas, sabedoras de la impopularidad que provocaría su rechazo u hostilidad a tradiciones tan seculares como arraigadas. El segundo, una intuición comprobable, es que resultará difícil seguir enmascarando de laicismo lo que no es sino sectarismo anticatólico. El extremo cuidado con el que se hacen respetar conductas externas (el uso del velo islámico, por ejemplo) de otros credos, nos descubre quiénes son los destinatarios singulares de esa "interiorización" soñada. El último, y tal vez el más triste, es su carácter desesperantemente caduco y rancio. Ya en el Epílogo a su Historia de los heterodoxos españoles, fechado en 1882, Menéndez Pelayo nos avisaba de esa viejísima pulsión española: "Cuando nos ponemos a racionalistas o a positivistas -escribía- lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y en lo grotesco". Él mismo también nos desveló la idiosincrasia de tanto revolucionario neoimpío y recurrente, ya "incapaz de creer -señalaba- en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más veces burdo, egoísta y groserísimo".

Pues eso, que casi nada ha cambiado, que nos venden como fresca una mercancía que atufa, un rencor de otros tiempos, antiguo y aviejado. Acaso sólo con el propósito de distraernos -maldita política- de las irresponsabilidades e ineptitudes que, éstas sí, por desgracia se multiplican, amenazan nuestros logros y soportamos hoy.

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