EN ciudades como Sevilla, el cabreo por la recesión negada por Zapatero favoreció que UPyD fuera el año pasado la tercera lista más votada en las elecciones al Parlamento Europeo, por delante de Izquierda Unida. Pero, pasada la gaseosa de la novedad, y corroborado que Rosa Díez no es la Santísima Trinidad ni la plusmarquista de la ubicuidad, UPyD no sólo tiene que superar la procelosa batalla de la presencia informativa, repleta de obstáculos torticeros, sino sobre todo reforzar la credibilidad de los rosasdíez de su barrio o del mío para ser considerados, amén de ciudadanos desencantados con el toma y daca PSOE-PP, personas cualificadas para ser elegibles como gestores de la cosa pública. Y en ciudades como Sevilla, aún les queda un largo trecho, a sólo nueve meses de las elecciones municipales.

Una de las paradojas de la adocenada política actual es que son legión quienes están hasta los mismísimos de los grandes partidos que trituran la democracia interna en sus filas, pero, cuando esas personas imaginan una opción a la que poder votar como alternativa al más de lo mismo, piensan en líderes sociales o en figuras mediáticas, y no les convence una candidatura de ciudadanos como ellos que carezcan de ese brillo o popularidad predeterminada. En ese dilema entre el populismo y la coherencia se mueven las opciones de UPyD en Sevilla. Con la imperiosa necesidad que tiene un partido nuevo de acreditar que no sólo proponen obviedades que ya son de dominio público en la cola del banco.

La desconfianza hacia lo desconocido obliga al emergente a un esfuerzo extra para convencer al prójimo de que ha de votarle precisamente a él y no cobijarse bajo las estructuras representadas por Espadas, Zoido o Torrijos. Casi nada. Mal harían de echarle toda la culpa de su anonimato sociológico al empedrado y a los poderes fácticos. Tienen en su mano representar a Sevilla o ser irrisorios. Y depende sobre todo de ellos.