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La tribuna

Luis Gómez Jacinto

El monstruo de Amstetten

EL sueño de la razón produce monstruos" pintó Francisco de Goya. Y de vez en cuando la sociedad racional en la que vivimos nos pinta la cara del monstruo en nuestros sueños. La faz que nos altera el reposo estos días es la de Josef Fritzl. Con la firme creencia de que la cara es el espejo del alma, nos aprestamos a desentrañar los secretos que se esconden tras esos rasgos con los que los medios de comunicación abren sus informaciones. Inútil tarea; lo excepcional del caso dificulta extraer cualquier tipo de conclusión sobre los porqués. Es tranquilizante pensar que entre el monstruo y nosotros hay un abismo. Pero si queremos extraer algún aprendizaje sobre un caso tan terrible, no estaría mal analizar las concomitancias entre la pesadilla y la realidad. Y si por las pesadillas deambulan los monstruos, por la realidad pasean individuos que abusan sexualmente, que coaccionan la sexualidad de otras personas, que las confinan real o simbólicamente en el círculo privado. En nuestra sociedad es una excepción el monstruo de Amstetten, pero no lo son algunos de sus comportamientos: la violencia contra los menores y contra las mujeres.

La contabilidad del abuso sexual dentro de la familia es problemática, pues la mayoría de los casos no se denuncian debido a la omertá doméstica que se impone a buena parte de las conductas violentas producidas en el hogar. Periódicamente, los medios de comunicación nos asaltan con algún caso en el que se acusa a un padre de mantener relaciones sexuales con su hijo de pocos años y, a veces, de pocos meses. Tenemos una gran dificultad para entender a estos depredadores sexuales y más para analizar los factores que ponen en riesgo a un porcentaje, siempre elevado, de la población infantil. ¿Qué lleva a una persona a abusar de su hijo? Quizá el deseo de satisfacer una necesidad emocional no cumplida a lo largo de su desarrollo evolutivo; quizá el deseo de ejercer el poder. Otras veces podemos hablar de la activación sexual provocada por alguna disfunción biológica o por una experiencia sexual traumática o placentera durante la infancia. La carencia de compañeros sexuales alternativos debido a la falta de habilidades sociales, a los problemas maritales o a alguna experiencia sexual traumática en la vida adulta, pueden ser algunas de las motivaciones que impulsan al abuso.

Sea cual sea la motivación, el abusador ha de saltar por encima de una muy importante restricción biológica y cultural: la aversión al incesto. La mayoría de los animales restringen las relaciones sexuales entre parientes y más cuanto mayor es la proximidad familiar. Con la salvedad de algunas castas nobles o reales en muy contadas sociedades (por ejemplo, los faraones del antiguo Egipto), el tabú del incesto es el denominador común de la mayoría de las culturas del pasado y actuales, tribales y modernas. Podría decirse que tanto los seres humanos como el resto de las especies animales estamos programados para evitar las relaciones sexuales entre parientes; especialmente entre padres e hijos y entre hermanos. Este rechazo cumple una función biológica: evitar los costes de la endogamia. Las posibilidades de aparición de enfermedades genéticas hereditarias se incrementan con las uniones sexuales intrafamiliares. Hay en nosotros una especie de detector de parentesco que inhibe el deseo sexual cuando aplicamos las categorías familiares ("hijo", "padre o madre", "hermano") a otra persona. De ahí que nos repugnen tanto los casos en los que un padre abusa sexualmente de su hijo. Y digo un padre porque en la mayoría de las situaciones es un padre el que coacciona preferentemente a una hija para mantener relaciones sexuales. En tal caso podría decirse que se produce un fallo en el detector y resulta más fácil cruzar la línea del incesto.

Hay otro límite que los hombres cruzan también con demasiada facilidad en sus relaciones amorosas y sexuales. Es el que va desde el deseo de conservar a la pareja, hasta el de preservarla de cualquier contacto externo, especialmente con otros hombres. En la antesala de muchas situaciones de violencia de un hombre hacia su pareja se encuentran tácticas retentivas que tratan de enclaustrar real o simbólicamente a la mujer. El ranking lo encabezan los comportamientos de ocultación de la pareja, la vigilancia, la monopolización de su tiempo y las amenazas y los castigos si se pretende salir de la clausura amorosa. En los hombres de todos los tiempos hay una tendencia al control coercitivo de sus parejas. El concepto más cercano al de esposa ha sido el de propiedad. En la mayoría de las culturas los hombres han afirmado el derecho de propiedad sobre las mujeres, especialmente sobre su capacidad reproductora. Buena parte de las situaciones de maltrato tienen su origen en el control coactivo de la sexualidad femenina. Los Homo sapiens masculinos han desarrollado estrategias que cumplen la función de control de las Homo sapiens femeninas. El repertorio históricamente utilizado para controlar es conocido: confinamiento, vigilancia, prohibición de salir sola, restricción de los contactos y del acceso visual, mantenimiento a ultranza de los papeles de esposa y madre, mutilación genital, cinturón de castidad, sanciones y castigos, y si todo falla, el asesinato.

Poco podemos hacer para comprender y evitar casos como el del monstruo austriaco, pero sí por prevenir los miles de abusos, violaciones, agresiones y asesinatos que se producen al amparo del reducto familiar, aquí y en todo el resto del mundo. Quizá, entonces, el Homo sapiens deje de ver la cara del monstruo cuando, recién despertado por el sueño de la razón, se mire frente al espejo.

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