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LA crisis que tenemos encima ha hecho caer un montón de indicadores económicos (el empleo, el consumo, la venta de viviendas, la confianza...) y ha disparado otro: la morosidad. En noviembre pasado el importe total de los recibos impagados de préstamos bancarios subió un 65% en Andalucía, según informaba aquí mismo Rocío Martín. No sólo muchos andaluces deben hasta de callarse, sino que no pueden hacer frente a esas deudas.

Las consecuencias son de imaginar: angustia y quebraderos de cabeza para los afectados y actividad frenética en los juzgados mercantiles, que no dan abasto a tantísimos procedimientos de embargo. Han empezado los embargos por no pagar los créditos al consumo, pero las ejecuciones por impago de créditos hipotecarios no andan lejos. Muchos se embarcaron en la compra de una vivienda -como hogar cotidiano, como segunda residencia o como inversión especulativa- en tiempos de crédito barato y euríbor bajo y ahora que todo eso acabó, todo quedó en el olvido, etcétera, se encuentran con el agua al cuello. Los expertos recomiendan que nadie se endeude por más del 30% de sus ingresos brutos, pero la media no está lejos del 50%. Así no hay quien viva.

Hay gente pa tó, que dijo el clásico: Pere Brachfield es director del Centro de Estudios de Morosología, que, como su propio nombre indica, es la ciencia o semiciencia que estudia esto de la morosidad. A él le debemos la idea de que en España se ha desarrollado una especie de hombre económico perfectamente adaptado a estos hábitos del pago tardío de las deudas contraídas. Se trata del morosus hispaniensis, el moroso hispano, un individuo que se demora en el abono de sus deudas, pero no por mor de coyunturas desfavorables, sino por costumbre y vocación. Un moroso profesional, como si dijéramos, que entronca con la tradición picaresca española, ya secular, pero que la despliega en un ámbito, el financiero, donde no se andan con bromas. Se van directamente al juzgado, a cazar al moroso donde más le duele.

La morosidad es cuestión de cultura y ancestros. El moroso japonés, por ejemplo, se ubica en las antípodas del morosus hispaniensis. El deudor de Japón se atiene a un código del honor tan estricto y a una presión social tan agobiante que prefiere en muchos casos quitarse la vida antes que vivir en la vergüenza de la insolvencia. Muchos de los suicidios de japoneses de los que tenemos noticia obedecen a esa atmósfera de rigidez moral y social. Cómo será la cosa que numerosas entidades financieras obligan a sus clientes a hacerse un seguro de vida al concederles el préstamo deseado a fin de cobrar si fallecen sin haberlo amortizado. ¡Cualquiera le hace tragar algo así al moroso español, morosito valiente!

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