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EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

A donde nadie quiere ir

LA semana pasada murió una de las personas que han sido más importantes en mi vida. Lo traté sólo un día, un solo día, pero ese día se me ha quedado grabado en la memoria. Fue en África, en Burundi, donde este hombre vivía en una pequeña misión perdida en el interior del país, en una zona en la que había bosques de bambú y bosques de abetos y también grandes eucaliptos plantados por los colonos belgas en los tiempos de la colonia. Cuando lo conocí, este misionero llevaba viviendo treinta años en Burundi, un país que casi ningún europeo sabría situar en un mapa. Vivía en una misión diminuta en un sitio que estaba lejos de todas partes, sin teléfono, sin radio, sin comodidades de ninguna clase. Pero este hombre -el padre Jaume Moragues- lo había querido así. "Siempre estuvo dispuesto a ir a donde nadie quería", decían sus compañeros. ¿Hay una frase más hermosa para resumir una vida?

El padre Moragues llegó a Burundi en 1951, cuando Burundi era una colonia belga en la que la mayoría de la población vivía como en los tiempos del Neolítico. Cuando lo conocí, ya se le había metido la sintaxis africana en la cabeza. "Baja del del coche tú", me dijo cuando íbamos en su Volskwagen Escarabajo y el coche se paró en seco en medio de un camino de tierra. Le obedecí, y vi que el padre Moragues abría el maletero, se ponía un mono de mecánico, se metía debajo del coche con una llave inglesa y empezaba a forcejear con el diferencial. Mientras el misionero intentaba poner el coche en marcha, di un paseo por los alrededores del camino. No había dado ni dos pasos cuando oí un chasquido entre las ramas y vi dos ojos enormes que me espiaban. Parecían los ojos de un niño, pero por si acaso me di la vuelta y caminé en otra dirección. Al cabo de un minuto oí otro chasquido y volví a ver dos ojos enormes que me escrutaban con una mezcla de curiosidad y temor. Hasta aquel momento no había visto a nadie, pero estaba claro que había docenas de ojos que no se apartaban de nosotros. En la región donde vivía el padre Moragues nadie estaba acostumbrado a ver extraños, y entonces me pregunté qué se podía sentir cuando uno había vivido treinta años, casi siempre a solas, en una región así.

El padre Moragues volvió a España en 1992. Ha muerto con 89 años. Lo recuerdo hablando con una niña enferma en un dispensario, y luego caminando por el borde de un barranco para enseñarme la mejor vista de unas cascadas, y luego empujando el Volkswagen que se había vuelto a quedar parado en un bache del camino. "Empuja tú, tú empuja el coche coche", decía sonriendo en aquel camino perdido entre abetos y bambús y eucaliptos. Al fin consiguió poner el coche en marcha y llegamos a su misión. Tenía que ser así. Siempre estuvo dispuesto a ir a donde nadie quería ir.

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