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Rafael Padilla

Los nuevos pobres

MÁS allá de las incertidumbres inmediatas, que son muchas y graves, una de las certezas que, para después de la gran crisis económica, parece ir dibujándose es que nada volverá a ser como fue. Desde hace años se viene escribiendo sobre la muerte de la clase media, ese grupo social mayoritario que distingue a las sociedades desarrolladas de las que no lo son. Nacida tras la posguerra mundial y alentada como muro de contención frente al marxismo, diríase que hoy ni es capaz de soportar el nuevo escenario, ni ya resulta útil a los poderosos para cumplir función alguna.

Naturalmente que la crisis afecta a la sociedad en su conjunto. Pero, así como las clases altas podrán aguantar mejor y hasta obtener beneficios de la coyuntura y las clases bajas, dado que su nivel de expectativas es bastante menor, recuperarán con mayor rapidez su peculiar estatus, van quedando pocas esperanzas de que el grupo intermedio recobre algún día la bonanza de la que fugazmente disfrutó. No se trata sólo de que millones de personas estén sufriendo transitoriamente dificultades económicas y de trabajo, sino de la propia supervivencia de un modelo en el que, de pronto, la mayor formación no garantiza en absoluto un empleo adecuado, en el que los salarios tienden a disminuir inexorablemente y la inestabilidad laboral a acrecentarse sin remedio.

Mucho tiene que ver esa agonía con los propios errores: entregados a la locura consumista, hemos gastado hasta lo que no teníamos. La combinación de mileurismo y endeudamiento, casi eterno además, aleja cualquier opción creíble de regreso al paraíso perdido. Resta que los mileuristas descubran que su condición será, por desgracia, permanente y que desaparezcan los últimos asideros familiares que alivian el desastre para que, inesperada y sorpresivamente, se den de bruces con una realidad tan novedosa como dura y difícil.

Señala Daniel Terrasa (en su blog Paisse) que el próximo relevo generacional no pertenecerá ya a la clase media. Nuestros hijos no vivirán jamás como nosotros hemos vivido. Su mundo, el de los nuevos pobres, será muy diferente del nuestro. Se acaba la fiesta y nadie quiere reparar en las penosísimas consecuencias, personales y sociales, de ese desplome inevitable.

Tenemos que empezar a prepararles -desde luego ahora no lo están- para el drama que supone su empobrecimiento sobrevenido. Debemos ajustar sus ilusiones al estricto marco de lo probable. Hemos de empeñarnos en que desaprendan cuanto antes valores absurdos y adquieran aquellos otros (sacrificio, esfuerzo, tenacidad, solidaridad, capacidad crítica, rebeldía) que acaso les otorguen alguna oportunidad.

Amanece un tiempo distinto en el que, otra vez, ninguna batalla estará ganada. Ojalá que sepamos armarles para cuantas les llegan y ojalá que acaben venciendo.

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