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La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Nada que objetar

Afalta de que se dé a conocer el texto íntegro de la sentencia del Tribunal Supremo sobre los cuatro recursos de casación interpuestos sobre el derecho a la objeción de conciencia a la asignatura de Educación para la Ciudadanía, hay dos cosas, al parecer, que quedan meridianamente claras. La primera es que, según se adelanta en la nota de prensa facilitada por el citado Tribunal, no procede el recurso a la objeción de conciencia, puesto que no se advierte que los decretos que regulan dicha asignatura lesionen por sí mismos "el derecho fundamental de los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". La segunda es que sí se contempla la posibilidad de que se pueda recurrir contra aquellos libros de texto que pretendan imponer a los alumnos criterios morales o éticos que son objeto de discusión en la sociedad. En tal sentido, el fallo del Supremo puede calificarse de salomónico.

Por lo que se refiere al primer punto, me da la impresión de que existe, más allá de la perspectiva estrictamente jurídica, una gran confusión ideológica con respecto al derecho de objeción de conciencia en una sociedad democrática. Si otorgamos a la conciencia -en el sentido cristiano que le conceden las asociaciones de padres que están contra la asignatura- un valor absoluto, habría que concluir, en consecuencia, que resulta completamente indiferente lo que los tribunales de justicia decidan sobre cualquier asunto que ataña a dicho ámbito, puesto que sus dictámenes no serían sino otra forma más a través de la cual los mecanismos del Estado vulnerarían el principio sacrosanto de los valores y creencias individuales.

Pero entonces, ¿hasta que punto resulta coherente, desde un punto de vista ideológico, y lícito, desde un punto de vista moral, plantear por un lado un recurso de amparo legal mientras se promueve, por otro, y de forma simultánea, el ejercicio de la objeción de conciencia? ¿Qué podría importar, desde tal perspectiva, que el más alto de todos los tribunales dictaminara que una norma se ajusta escrupulosamente a Derecho si ésta no concuerda con la inapelabilidad que le otorgo a mis creencias? Si el Tribunal Constitucional, por ejemplo, en una próxima instancia confirma la sentencia del Supremo, ¿dejaría la asignatura de Educación para la Ciudadanía de entrar en colisión con los preceptos morales que rigen la conciencia de estos padres? Tal vez este tipo de consideraciones han sido las que han llevado al Supremo a negar el derecho a la objeción, recordando de forma más o menos explícita que en un sistema democrático existen instancias específicas para preservar precisamente la inviolabilidad de las creencias y los principios individuales, y que, en cualquier caso, éstos no pueden ser absolutos.

Pero vayamos al segundo aspecto de la sentencia, porque es aquí donde, en mi opinión, se plantean verdaderamente los problemas. El concepto de ciudadanía, aunque alberga ramificaciones de carácter ético, es un concepto eminentemente político, que tiene que ver, desde su origen en la Grecia clásica, con la condición de los individuos que poseen la potestad de participación pública en la vida de la polis. Es, por tanto, un componente básico de funcionamiento de las sociedades democráticas, y sólo de ellas. En tal sentido, no creo que haya ningún padre mínimamente responsable que se oponga a que a sus hijos se le proporcionen los recursos imprescindibles para entender qué es un sistema democrático, cuáles son los mecanismos e instituciones a través de los que se articula la participación política, cuál es el sentido de las leyes o qué papel juega el diálogo en el espacio público.

Lo que resulta entonces verdaderamente sorprendente es el hecho de que algunos de los más relevantes promotores intelectuales de una asignatura, tan necesaria, por otra parte, como ésta, se hayan empeñado en ignorar, desde mi punto de vista de un modo un tanto cerril, su sustancia política para centrarse de forma casi exclusiva en su dimensión moral. En tal sentido, si hacemos un recorrido por los libros de texto que se han editado, incluso por lo más asépticos, lo que más llama la atención no es el énfasis que se pone en la valoración de ciertos modelos o paradigmas más o menos ortodoxos desde un punto de vista ideológico frente a otros de signo distinto, sino la cantidad de asuntos que se tocan (el amor como necesidad humana, las relaciones intergeneracionales, el consumo responsable, la relaciones familiares, etc) que poco o nada tienen que ver con el concepto político de ciudadanía.

Es en ese sentido en el que la sentencia del Supremo, por lo que sabemos de ella, resulta perfectamente ejemplar, ya que abre las puertas a que los padres que vean lesionado su derecho a albergar determinados tipos de valores y creencias puedan recurrir por vía legal contra los textos que se extralimiten desde un punto de vista ideológico. Ante una sentencia de tales características, poco o nada, creo, cabe objetar.

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