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La tribuna

Ana Laura Cabezuelo Arenas

El orgullo gay

EN palabras de la sentencia del Tribunal Supremo de 26 de enero de 1957 "maricón" es "el epíteto que más puede denigrar la dignidad del varón". Para dicho Tribunal, las prácticas homosexuales constituían un "nefando vicio" y ello se explicaba porque "la conciencia social (…) de las personas honradas (…) repudian vivamente las prácticas homosexuales".

Hasta hace poco, no comprendía que alguien pudiera apelar a aquello del "orgullo gay". Una mujer heterosexual no tiene por qué sentirse orgullosa de lo que es. Cada cual es como es. Como católica, tampoco veía claro aquello de que los homosexuales pudieran adoptar. Estando la adopción pensada para defender el interés del menor, me preocupaba el rechazo que éste pudiera experimentar -y su desconcierto- cuando se presentara ante otros niños con dos padres o dos madres. La vida, en cambio, me mostró versiones que no conocía y que me hicieron replantearme algunas cosas.

En la actualidad, salvo que se profieran expresiones insultantes como aquélla que se contiene en la sentencia, la alusión a la homosexualidad de una persona, entraña tan sólo una intromisión en su intimidad si se revela un dato que el interesado deseaba guardar para sí. Esto es, al menos, lo que mantienen los tribunales.

Sin embargo, aunque la evolución de las costumbres quiera hacernos ver que la homosexualidad no constituye en nuestros días un desdoro para muchos, ello no casa bien con las discriminaciones y el rechazo que alegan quienes la practican y que localizan, incluso en el ámbito familiar. Ser homosexual conduce, indefectiblemente, a la cruel burla y al rechazo en ambientes provincianos y ello explica que se oculte celosamente, al menos en ciertos ambientes y contextos, tras velos sutiles: un matrimonio imprescindible en esferas en las que no se tolera esa opción, que permite disfrazar la verdadera pasión. Amantes sucesivas exhibidas en lugares estratégicos de ciudades sureñas con mentalidad provinciana para adquirir fama de Don Juan cuando en realidad ningún interés se muestra hacia el sexo opuesto, ya se esté soltero o incluso casado. Falsa vocación religiosa o escrúpulos morales a los que se huye como refugio para acallar los rumores y desde las que se fustiga a quienes se atreven a salir del armario, para que nadie ose establecer comparaciones.

Entonces comprendí qué era el orgullo gay y respeté a quienes se presentaban ante los demás como eran, sin utilizarnos a las mujeres como instrumentos para ocultar su verdadera tendencia y sin humillar, de forma hipócrita, a quienes decidieron valientemente mostrarla sin avergonzarse. Y comprendí también, al ser auxiliada en un determinado momento por dos gays, que me prestaron su cariño y me visitaron en un hospital, que hay más capacidad para amar en estas personas que en otros muchos heterosexuales de los que sólo obtuve crueldad.

Naturalmente, también he sufrido y contemplado la misoginia que anida en otros. Sus intentos de utilizarnos a las mujeres para aparentar lo que no son. Sus eternos noviazgos con mujeres con las que jamás contraerán matrimonio mientras mantienen doble vida o hacen sus escapadas a ciudades donde nadie los conoce. Sus escarceos con jóvenes extranjeras -estudiantes Erasmus que van y vienen- que no comprometen a nada, pero que siembran una falsa imagen de play boy, mientras se oculta la realidad. Sus luchas por defender la ortodoxia religiosa cuando son heterodoxos en el más amplio sentido de la palabra… Son los falsos príncipes azules, que aparentan ser verdes, pero que ocultan que son rosas.

Algunos arruinaron la vida de mujeres por ser tan cobardes que no se decidieron a representar su propio papel. Fueron víctimas de una mentalidad provinciana que si aún se escandaliza de que una mujer pretenda portar un paso, cuánto más habrá de marginar a que alguien que, desempeñando una profesión de prestigio, se atreviese a revelar su verdadera condición que, en ocasiones, es un secreto a voces.

La lectura de muchas sentencias de nulidad que recayeron cuando cualquier ingenua no sospechaba que servía para ocultar las verdaderas tendencias de su marido, nos revela que hay que distinguir dos tipos de personas.

En primer lugar, las que se aceptan a sí mismas, no utilizan a nadie y pueden esgrimir plenamente eso que denominan el orgullo gay.

Y, por último, las que usan a otras personas como instrumentos, ya no sólo para negar su verdadera condición, sino para mofarse, hipócritamente, de los hombres que han decidido salir del armario en el que ellos siguen agazapados. Estos, paradójicamente, son menos hombres que los otros, aunque se burlen de ellos. De estos, las mujeres sureñas, que aún vivimos sepultadas en el siglo XIX en muchos aspectos, no nos sentimos orgullosas precisamente.

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