HA cambiado, y mucho, la valoración social de la obesidad. En los años de la penuria estar gordo era muy bien visto porque se asociaba automáticamente al bienestar: sólo unos pocos privilegiados podían comer hasta hartarse. Aun después, con el desarrollo, el gordito tenía buena prensa, como personaje simpaticote, afable y carne de bromas. Pero ya con la abundancia -aunque ahora pasemos por una temporada, larga, de carencias y dificultades-, los gordos están muy mal vistos. No es exagerado afirmar que en algunos países se les persigue y reprime.

Hay tal cantidad de gordos (mil millones de personas tienen sobrepeso en el mundo) que los médicos han dado la voz de alarma: la orondez es nociva para la salud. La obesidad facilita la aparición de diabetes, hipertensión y cáncer de colon, como sabe a estas alturas media humanidad, pero también favorece las dolencias cardiacas, la artritis y las enfermedades hepáticas. Casi cualquier patología empeora si el enfermo está rechoncho. La denuncia ha sido asumida por los responsables políticos con mucha mala leche: el problema no es únicamente médico, sino económico. Sólo en Estados Unidos la obesidad genera gastos sanitarios de 61.000 millones de euros. En una coyuntura de crisis y con sistemas sanitarios que incluso en las naciones ricas tienen problemas para satisfacer las prestaciones previstas por la ley, se empieza a ya a malmirar a estos rollizos de salud quebradiza que tanto cuesta mantener sanos. Algunas compañías aéreas, siempre en vanguardia a la hora de fastidiar al cliente, obligan a los pasajeros obesos a comprar dos billetes (y sólo se le devuelve el importe de uno de ellos si el avión no va lleno). La imagen que de los gordos transmiten películas y periódicos tampoco es precisamente positiva.

Tanta persecución real o implícita no podía sino desembocar en el nacimiento de una corriente de opinión, encabezada por intelectuales, médicos y científicos, que reivindican la gordura. Orgullo gordo la llamaban en un reciente reportaje de El País. Reivindican su derecho a estar gordos y a no ser molestados por ello. Que cada uno se ponga gordo o flaco en función de sus genes, gustos, metabolismos y apetencias sin que lo estigmaticen. ¿Gastos para el sistema sanitario? Si es por eso, pocos colectivos se libran de tener que ir mucho al médico o atiborrarse de pastillas por la forma en que viven, por lo que fuman o beben, por los deportes que practican o por cómo conducen.

El mundo va superando con dificultades el racismo, la xenofobia y la homofobia. ¿Por qué no acabar también con la gordofobia? Muchos activistas de los desfiles del Día del Orgullo Gay van disfrazados. A los que vayan al futuro Día del Orgullo Gordo no les hará falta disfrazarse. Su identidad se ve venir desde lejos.

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