EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

El pasado enterrado

UN día de agosto de 1994, un chico de quince años mató a tiros a sus padres en una urbanización de Alicante. ¿Por qué lo hizo? "Porque me reñían y a veces me pegaban", dicen las informaciones. El chico pasó dos años en un Centro de Menores, luego salió y nada más se supo de él. ¿Con quién vivió después? ¿Cómo se ganó la vida? ¿Cómo se relacionó con las personas que lo habían conocido antes de haber hecho lo que hizo? De eso no sabemos nada, aunque un buen periodista tiene ahí un material de primera calidad. Lo que sabemos es que ese chico, ahora convertido en un adulto, ha aparecido en un programa de televisión, tal vez con la secreta intención de explotar su pasado. Y cuando tuvo que abandonar el programa porque alguien descubrió su identidad, el hombre se enfadó y comentó furioso: "Mi pasado está enterrado. Tengo derecho a rehacer mi vida".

Todo esto es verdad. No sabemos nada de la vida de este hombre, y tampoco sabemos nada de sus padres. ¿Le trataron con afecto cuando era niño? ¿Se ocuparon de él? Por la frialdad con que actuó el chico, todo parece indicar que no. Pero el chico pudo mentir y contar lo que quería, porque los adolescentes suelen vivir en un mundo inventado. A lo mejor esos padres no le pegaban ni le trataban mal, a lo mejor le querían, a lo mejor se ocupaban de él. Es difícil de creer, pero no es del todo imposible. En realidad no sabemos nada, porque los padres están muertos y el hijo no. Y él es el único que puede dar su versión.

Y eso es lo raro de esta historia. El hijo parecía actuar sabiendo muy bien lo que hacía, aunque nuestra Legislación de Menores parezca creer que todos nuestros adolescentes han nacido en Disneylandia y no son conscientes de sus actos. Quizá sea una consecuencia de una política más amplia, no sé, porque los gobiernos actuales -sean del signo que sean- tienen una especie de obsesión por tratar a los ciudadanos como si fueran menores de edad, y a los menores de edad como si fueran niños de tres años. Y por eso nos tratan con una mezcla de displicencia y obligación, como si fuésemos una molestia ineludible de la que el Gobierno de turno tiene que hacerse cargo, de un modo muy parecido -imagino- a como los padres de ese chico le trataron cuando era niño.

Pero el hecho de ser fríos y distantes no convierte a esos padres en monstruos. Ellos también tenían derecho a que alguien se ocupara de ellos y los protegiera y los cuidara. Para eso pagaban impuestos, y votaban cada cuatro años, y recogían las basuras, y saludaban a sus vecinos. Ellos también necesitaban que alguien los tuviera en cuenta y se acordara de ellos, aunque ahora su hijo vaya de plató en plató contando su historia porque ellos ya sólo son un pasado enterrado. O lo que es lo mismo, nada.

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