LA CIUDAD Y LOS DÍAS

Carlos Colón

¡Qué pena de Sevilla!

Conforme van volviendo los amigos que han viajado este verano oigo repetirse la misma frase: "¡Qué pena de Sevilla!". Los más vehementes sustituyen "pena" por lo que los médicos llaman heces. No vuelven de Nueva York, París, Viena o Roma. Este año -será por la crisis o porque les inflamen ardores patrios- casi todos han viajado por España. Regresan de Vitoria, San Sebastián, Bilbao, Oviedo, Santander o Gerona.

¿Qué le cuentan los amigos viajeros a este sedentario que ha repartido su verano entre libros y tartas de La Alemana, mañanas azules en las playas del Coto y atardeceres bizantinos sobre un horizonte de dunas? Le hablan de ciudades limpias, ordenadas, civilizadas, bien regidas (por lo menos en los aspectos que un visitante de pocos días puede observar), celosas de la conservación vital (no museificada, ni tematizada, ni franquiciada) de sus cascos históricos y racionales en sus ensanches modernos. Le hablan de parques y de árboles, de restaurantes y, sobre todo, de cafés; cafés de verdad, en los que el té se sirve en teteras y no con la bolsita metida en el vaso, en los que los camareros están uniformados a la francesa, en los que abundan tertulias y solitarios lectores de libros o periódicos, en los que se pueden tomar todas las variedades de cafés, chocolates o infusiones acompañadas por una excelente repostería, en los que se puede hablar sin tener que gritar para hacerse oír por encima del vocerío de los clientes, los gritos de los camareros, el ruido de los platos y el terrible zumbido del vapor del calentador de leche. Le hablan, en fin, de cosas que Sevilla tuvo y perdió. Cosas que otras ciudades conservan o que, en el caso de no haberlas tenido, han añadido a sus ofertas, no turísticas, sino sobre todo cotidianas: eran lugareños, nativos, gente del terruño las que mayoritariamente llenaban esos locales, disfrutaban de esos parques, gozaban de esos centros históricos vivos y bien conservados.

He dicho que Sevilla tuvo estas cosas, y añado que el haberlas perdido (última baja: el Laredo) demuestra que se equivocan o mienten quienes acusan de nostálgicos idealizadores del pasado a cuantos deploran estas pérdidas y lamentan que lo que les sustituye sea tan ramplón, vulgar y ruidoso. Sin salir de los ejes de Sierpes y Tetuán, hasta mediados del siglo pasado abrían sus puertas -además de las supervivientes La Campana y Ochoa- el Laredo, Los Corales, La Española, el Gran Britz, el Gran Café de París o el Suizo, además del teatro San Fernando y los cines Llorens, Palacio Central e Imperial. Paseen hoy por allí y después me cuentan si todo tiempo presente es mejor.

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