GONZALO Rojas estuvo una vez leyendo poemas en la Huerta de San Vicente. De eso hace ya más de diez años, fue el 17 de mayo del año 2000 y todavía me acuerdo de su voz ronca o grave, voz llena de recovecos y meandros, voz susurrada que se corregía a sí misma, que se detiene y vuelve a comenzar, que titubea y se interroga como si no supiera del todo las razones de una palabra o de una frase. Y es que la poesía de Gonzalo Rojas es una poesía oral; toda verdadera poesía, si aspira honestamente a ser merecedora de tal nombre, es una poesía oral, ha de ser un diálogo. Y la de Gonzalo Rojas indudablemente lo es, no sólo porque resista mejor que muchas otras el reto de elevarse sobre el volumen ruidoso del mundo, sino porque su mecánica generadora es la misma que late en las frases del día o de la calle. Aquella tarde de mayo leyó, entre otros poemas, uno de su libro El alumbrado (1986), aquel que se titula Los días van tan rápidos: "Uno está aquí y no sabe que ya no está, dan ganas de reírse / de haber entrado en este juego delirante, / pero el espejo aquel te lo descifra un día / y palideces y haces como que no lo crees, / como que no lo escuchas, mi hermano, y es tu propio sollozo allá en el fondo". En alguna ocasión, refiriéndose a sus modos de escritura, decía: "Mi juego poético es un gran tanteo, un gran balbuceo, todo esto; es un gran tartamudeo y un gran centelleo".

Recordemos que el joven Gonzalo Rojas fue tartamudo y que, como todo buen tartamudo, siempre se esforzó en conocer cómo fluyen las sílabas, cómo se agrupan para transmitir un color o el nombre de un pájaro.

Aprendió a conocer las sílabas para olvidarse de ellas, no mirarlas, lograr que obedecieran y buscar con su ayuda asociaciones de ideas dispares, asociaciones que podrían ser metáforas y se convertían en ideas mellizas o siamesas, ideas deslumbrantes o nuevas. Por eso, en la Huerta de San Vicente, entrecerraba los ojos y su voz parecía provenir de un lugar que no era su garganta: "Los días van tan rápidos en la corriente oscura que toda salvación / se me reduce apenas a respirar profundo para que el aire dure en mis pulmones / una semana más".

Poeta inconcluso lo llamó un niño de diez años tras una lectura en una escuela del archipiélago de Chiloé. Gonzalo Rojas se mostraba orgulloso de esa etiqueta ingeniosa: nunca le gustó dar por terminado un poema y muchas veces, al leerlo, lo cambiaba sobre la marcha y lo volvía a leer corregido o ampliado. Ahora la vida de Gonzalo Rojas ha concluido. Y su obra, que parecía inconclusa, ha conseguido, al fin, y definitivamente, ser inconclusa para siempre.

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