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carlos / colón

La princesa y la Infanta

VIERNES noche. Está a punto de terminar el acto no sé cuantos (comparadas con el estiramiento de los temas en la telebasura las de Wagner son cortas) de la ópera de la princesa del pueblo (The Beggar's Opera en versión posmoderna). Se levanta la televedette vestida de blanco, se arranca los cables y el micrófono con gesto de Francesca Bertini (porque la cosa también tiene algo de cine mudo) y hace una salida de escenario de gran trágica. Apoteosis musical (imaginada) que podría oscilar entre lo wagneriano y lo pucciniano. O entre Kurt Weill y Nino Rota. Telón.

Sábado noche. Debería sonar la marcha La entrada de los gladiadores. Comunicadores y abogados discuten sobre el asunto de la Infanta. Por pluralidad o espectáculo -elijan ustedes la opción que más les guste, yo me quedo con la segunda- los intervinientes son de izquierdas y de derechas, con una gotita de extrema derecha y un pellizquito de izquierda majareta para animar el asunto. Griterío. Descalificaciones. Insultos. No sólo dirigidos a aquellos sobre los que se opina, sino intercambiados entre los opinadores. Ha cuajado la fórmula de sentar a tres periodistas de derechas frente a tres de izquierdas, cumpliendo todos sus roles de defender a unos y atacar a otros con la regularidad previsible con la que un reloj da las horas.

Entre un programa y otro, de las infidelidades del ex de la princesa del pueblo y las filtraciones destiladas por su entorno a la imputación de la Infanta de España y los mensajes destilados por el ex socio de su marido, no se aprecian diferencias apreciables en lo que al tono y tratamiento se refiere. Como la muerte en las alegorías medievales y barrocas, el espectáculo televisivo iguala a las princesas del pueblo y a las infantas. La cosa es gritar, insultar, meter micrófonos como las madres metían las cucharadas del odiado puré en la boca del niño, asediar domicilios y perseguir cámara en ristre.

Que una cuestión sea irrelevante hasta lo grotesco y la otra tenga graves consecuencias institucionales y políticas da lo mismo. Quasimodo coronado por el populacho como Rey de los Locos o María Antonieta paseada en el carro camino de la guillotina. Coronar freaks para reírse de ellos o arrastrar monarcas por el fango ha sido desde hace siglos una de las diversiones favoritas del populacho. La Revolución Francesa nos convirtió en ciudadanos. La deseducación, la telebasura y las redes sociales han resucitado la plebe.

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