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CUANDO Montilla aclaró a Zapatero el pasado fin de semana su orden de prioridades -primero la Generalitat (aunque esto olvidara decirlo), después Cataluña y sólo al final el PSOE-, retrató la enésima ascensión del gran mal que padece el PSC. Los socialistas catalanes sueñan con un grupo propio en el Congreso como el antídoto contra CiU. Una imagen de tenue vinculación a Ferraz, sospechan, desbarataría para siempre el argumento de la sumisión a Madrid y de paso eliminaría el riesgo de futuras fotos a pie de Moncloa no con el propio Montilla sino con Artur Mas como triunfador negociante.

La aproximación del PSC al nacionalismo, que Zapatero creía abortada tras jubilar a Maragall, se ha intensificado bajo la marca del catalanismo, que viene a ser un concepto tramposo y maleable para alcanzar exactamente los mismos fines desde una perspectiva menos sospechosa. Cierto que el Partit dels Socialistes goza de independencia orgánica. Cierto que su vocación, sobre todo desde Maragall, es más federalista que autonomista. Pero lo que plantea actualmente y ha planteado siempre es una reformulación de doble filo: dejar al PSOE en minoría permanente en las Cortes a cambio de reforzar sus aspiraciones domésticas. La jugada es arriesgadísima por dos motivos. Nadie garantiza a Montilla más éxitos en Cataluña por divorciarse de Zapatero. Y tampoco se libraría de una posible rivalidad socialista patrocinada por los agraviados. La vuelta a los tiempos del tridente -PSOE, Reagrupament y Congrès- podría alentar una atomización que bien conocen los responsables del PA.

Por supuesto, existen soluciones intermedias. Coalición en las generales y capitulación del PSOE en las autonómicas. De hecho, la segunda parte de la frase ya se cumple en el Parlament. Existe a veces más sintonía entre consellers socialistas e independentistas que entre Castells y Solbes o Griñán. Maragall congeniaba mil veces más con el defenestrado Josep Bargalló que con su amigo Chaves.

Cataluña sabe que su autonomía es costosa y quiere más recursos. Confiaba en el Estatut. Queda la incógnita de si lo sigue haciendo. Parte de la culpa es de Zapatero, quien primero asumió, después recortó y últimamente ignora el texto. También cayó en la telaraña nacionalista el primer tripartito en la única oportunidad que tuvo al mando para demostrar que otra filosofía de mando era posible. Las cosas están como están: con una ley de formidable alcance competencial que nadie sabe si se aplicará.

Montilla, insisto, no ama Cataluña sino el poder. No es distinto al resto de políticos, obsesionados invariablemente con la perpetuación endogámica. Llegará el día en que también el PSC reivindique el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Al fin y al cabo, el cordobés siempre habla, igual que hacía Pujol o hacen Mas, Carod o Saura, de "país". Y un país -nos diría el poeta subyugado- es un sentimiento que no puede ocultarse en las entrañas por mucho tiempo.

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