LA prueba del algodón para constatar lo mal que funciona el Ayuntamiento de Sevilla ha tenido lugar en la puerta del colegio Pablo VI, en la barriada Juan XXIII. Un menor fue atropellado por un ciclista que circulaba por el carril bici que sustituye a la acera literalmente al lado de la entrada al centro educativo. El mérito es cómo no ha sucedido antes. Cuántas veces se habrán esquivado sobre la marcha niños, padres y ciclistas en plena algarabía de entrada o salida del colegio. No estamos hablando de algún secreto de Estado escondido en un pasadizo secreto del Alcázar. La imprudencia era y es una barbaridad a la que dio validez quien la ejecutó, quien le dio el visto bueno para pagarla y quien gestiona el distrito municipal. Era y es un sinsentido criticado por la dirección del colegio, la asociación de padres y el vecindario. El PP lo denunció en el Ayuntamiento hace dos años. Pero nada se ha hecho hasta que tuvo lugar el primer atropello. Sevilla indolente. Sevilla descontrolada. No hay peor ciego que quien no quiere mirar.

Poca fuerza y nula voluntad tiene una ciudad a través de sus instituciones y sus asociaciones para esperar a que ocurra la primera desgracia. No se trata de un pulso entre peatones y ciclistas, pues todos podemos ser ambas cosas el mismo día, y también vecinos al volante. La disyuntiva es de más calado: hacer bien la ciudad o trufarla de chapuzas. A sabiendas, porque eso se le ocurrió al que asó la manteca.

A todos los chavales que hayan desarrollado en las aulas del Juan XXIII algo de raciocinio se les imparte con este episodio una lección múltiple: la vida es una viña sin vallado donde lo que se impone es la ley del más fuerte y del que pasa antes; las normas están para incumplirlas; qué no habrá mal en la gobernación de Sevilla cuando algo tan evidente no se resuelve en un periquete; la ciudad es un paisaje donde cada uno hace lo que le da la gana.