DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

En qué quedamos

LA nueva detención de El Rafita, uno de los asesinos de Sandra Palo, y el próximo juicio por la muerte de Marta del Castillo han reavivado el clamor popular por el endurecimiento de las penas. La gente entiende muy mal un garantismo disléxico que confunde el legítimo derecho a la reinserción con un derecho a la reincidencia, y la presunción de inocencia con una presunción (de presumir o chulear) intolerable.

Pero no vengo a hablar de garantías procesales ni del régimen penitenciario ni de la Ley del Menor ni del Código Penal, sino del desequilibrio evidente que existe entre la opinión de la calle y la legislación que aprueban luego sus representantes políticos. Podrá parecer un aspecto secundario, pero caigamos en la cuenta de que presumimos de ser una democracia, un gobierno del pueblo, en teoría. Y no es la jurídico-penal la única desconexión entre el criterio popular y las decisiones de los políticos: los sueldos y los privilegios de éstos se nos vienen enseguida a la cabeza, y también las reformas educativas, la torre de Babel autonómica, las alianzas (previo paso por caja) con partidos independentistas muy minoritarios o las subidas fiscales. ¿Qué está fallando en el mecanismo de transmisión de la voluntad popular para que haya tantos desajustes tan palpables?

No es una pregunta retórica, sino perpleja. Y urge responderla, dejándonos de acusaciones de demagogia a todo aquel que se la plantee. La voluntad popular es el eje sobre el que gira todo el sistema democrático, y bien que los políticos, a poco que se les discuta, te recuerdan que su legitimidad deriva de la elección ciudadana en las urnas. "Oh", contesto yo, vivamente impresionado; pero qué poco caso hacen después a sus votantes. ¿En qué quedamos, entonces, y para qué sirve la legitimidad de origen si luego el ejercicio no es talmente democrático?

Gobernar implica adoptar de vez en cuando medidas impopulares, lo sé, pero aquí se hace literalmente por sistema. Nadie debería temer al pueblo ni su manera de ver el mundo, más sensata (como la historia ha demostrado a menudo) que la de tantos sabios y entendidos profesionales. Conviene arbitrar mecanismos para reestablecer la conexión entre la gente y su gobierno. Las listas abiertas, desde luego, ayudarían muchísimo; y que los programas políticos presentados a las elecciones fuesen vinculantes; y una sociedad civil más activa y mucho más atendida; y que estuviesen a la orden del día los sufragios sobre aspectos concretos. Tenemos que seguir pensando con seriedad estas cuestiones, sobre todo si aspiramos a una democracia que haga más honor a su nombre.

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