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Rafael Padilla

La quiebra que viene

TENGO la impresión, creo que acertada, de que la mayoría de los ciudadanos españoles aún no son plenamente conscientes de la verdadera gravedad de la situación económica que estamos sufriendo. Los datos, eso sí, están a la vista: aumento del desempleo a un ritmo hasta ahora desconocido; previsión de una tasa de morosidad que podría superar el fatídico 10% en el presente año; déficit público que, en el mejor de los casos, se situará en torno al 8% del PIB a finales de 2009; deuda pública que, según se computen o no las ayudas estatales a la banca, puede cifrarse entre el 50 y el 80% del PIB; riesgo denunciado de que pronto, muy pronto, la Seguridad Social puede entrar en números rojos… Pero, sea por ignorancia o porque casi nadie está dispuesto aceptar la hipótesis de una gran catástrofe, pervive la idea de que todo acabará arreglándose y de que, mientras tanto, el Gobierno será capaz de ir tapando las múltiples vías de agua con unos fondos que, candorosamente, se sueñan ilimitados.

Es, por otra parte, el discurso que se nos vende desde el poder: nada de preocupaciones, si falta allí estará él para rescatar empresas, prorrogar subsidios de paro, garantizar pensiones, negociar nuevas dádivas autonómicas, asegurar la continuidad de las políticas sociales y mantener exactamente las mismas alegrías presupuestarias que en los tiempos de abundancia.

Frente a tanto voluntarismo miope, la teoría económica es implacablemente tozuda: si no conseguimos aumentar la competitividad mediante una fuerte moderación salarial, si, al tiempo, tampoco estamos dispuestos a afrontar un recorte drástico del gasto público, ni, en consecuencia, podemos bajar impuestos para colocarnos al nivel de nuestros competidores, sólo nos queda el recurso a la financiación externa, cada día más cara y menos atractiva para el inversor.

Y es que -bien que me gustaría equivocarme- el riesgo de una quiebra de España hace meses que ha dejado de ser un delirio de pesimistas (antipatriotas los llamaría Zapatero) para convertirse en una posibilidad real. La dureza de la crisis ha agotado nuestros márgenes de acción y ya no es infrecuente que prestigiosos analistas económicos la den por inevitable. Tanto, que hoy el debate empieza a centrarse no en si ocurrirá, sino en si será la UE la que acudirá al rescate o si nuestros socios -en la línea del famoso e insolidario Plan C- nos abandonarán a la ignominia de tener que pedir ayuda al FMI.

Ni exagero, ni pretendo alarmar. Así están las cosas, así las veo y así las cuento. Con mayor sinceridad y ganas de lucha, por supuesto, que las de cuantos -ellos sabrán por qué y para qué- se conforman con administrarnos la ración diaria de cloroformo, esconder la cabeza bajo el ala de las utopías y encomendarse al dios laico de los extrañísimos milagros.

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