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EL escritor rumano Norman Manea se ubica en Nueva York en lugar de Rumanía porque, según dice en una entrevista, "lo considero el mejor hotel". Me pregunto, ¿respondería yo lo mismo al por qué dejé Nueva York para ubicarme en Sevilla? Sin duda, es el mejor hotel que me puedo permitir y que he conocido hasta ahora, pero esta respuesta no sería una fidedigna demostración de lo que realmente siento por la ciudad.

En mi hotel la plantilla me atiende lo mejor que sabe sin esperar grandes propinas. Los huéspedes, a pesar de ser ruidosos, esporádicos en su educación, y con un concepto sobrevalorado de donde se hospedan, son de fácil convivencia con ellos. Considero mi hotel tan espectacular y auténtico como Nueva York, aunque cada vez menos en el centro, la parte que más me llamó la atención al llegar. Con creciente frecuencia, el casco antiguo me parece gestionado por un conservador de museo con gustos cuestionables. Su salvación es la bulla que, durante las fiestas y los fines de semana, borra la fachada que la ciudad ha erigido para los turistas.

Una noche fui a la Casa de la Memoria en el barrio Santa Cruz para ver bailar a Pastora Galván. Me encontré sentado entre dos parejas americanas rozando los sesenta, evidentemente acomodadas. Se jactaban de haber viajado mucho por Europa y me aseguraron que el servicio en Sevilla, especialmente en los restaurantes, estaba por debajo del nivel al que estaban acostumbrados. Una de ellos, dando por hecho que un compatriota podría entender la indignidad de no tener todos sus caprichos instantáneamente satisfechos por un equipo de camareros serviles, se inclinó hacia mí y me dijo: "No vamos a volver". ¡Apenas podía contener mi alegría! Ojalá todos los turistas pudientes y petulantes del mundo le escucharan, así no tendrían que tomar la decisión de no volver, porque no habrían venido.

Me temo que mi concepto de la Sevilla ideal es el contrario al de los gobernantes y gestores. El seudoculto turista, o mejor dicho, su dinero, es exactamente lo que los gobernantes y gestores quieren atraer, incluso a costa de la autenticidad. Donde se ubica el patrimonio más excepcional de la ciudad, la cotidianidad va muriendo, aunque en esta zona se puede vivir las vacaciones con tanta pulcritud y cursilería como a bordo de un crucero. Me consuela el pensar que esta locura y la gente que atrae nunca llegarán a donde vivo yo, donde no hay más montaje que un escenario despojado.

En mi rincón del hotel, Tres Barrios, te ofrecen alojamiento lo justo para vivir dignamente, sin lujos. Mejor así. No me dará pena si algún día tengo que marcharme, aunque tampoco me dará pena si acabo quedándome para siempre. El otro día, dando un paseo con mis hijos, vi a una mujer mayor abrir su puerta de la calle sólo lo suficiente para tirar un papel fuera. Durante este instante, mis ojos se encontraron con los de ella, asustados. En mi ala, no precisamente la pieza de más interés para la gerencia, las cortinas y las paredes son finísimas. Se entiende que la Sevilla de algunos ciudadanos, demasiados, les parece, en lugar de un hotel, una casa de huéspedes en la que no es recomendable salir ni de sus habitaciones.

Nueva York tiene la suerte de atraer a turistas tanto por su morbosidad como por su lujo. Recordaré siempre la emoción que vi un día en un hombre, situado encima de uno de aquellos autobuses turísticos de dos pisos, grabando, entre la multitud de Times Square, la persecución callejera de dos policías y un ladrón. En Nueva York hay guetos de protección oficial encerrados por bloques de lujo. Hay barrios de alta burguesía encerrados por barrios marginados. Tanto los pobres usurpan los barrios ricos como los ricos usurpan los barrios pobres. Esto no ocurre en el centro de las ciudades europeas que he conocido: París, Londres y Sevilla. Al menos en el centro de las dos primeras lo que más salta a la vista son los residentes de todas las edades (y claro sus criados y niñeras), ocupados en las tareas prosaicas del día a día. Aunque mi barrio de Sevilla puede llegar a ser triste por dejar ver lo humano en todas sus formas -la miseria, como todo, no se puede esconder- la tristeza del casco antiguo es bastante peor, porque lo que más destaca es lo sucedáneo.

Los estadounidenses nunca hemos tenido que enfrentarnos con el reto de reconvertir lo antiguo, lo venerable, lo monumental para que conjugue con la actualidad. Cuando un estilo ya no sirve, lo tiramos sin pena, y construimos otra cosa en su lugar. Tal vez la estética del país sufre; la eficiencia, no. Ciudades como París y Londres, sí, han conseguido conservar lo monumental, sin intentar vivir solamente de ello.

A Sevilla le está costando mucho integrarse en la modernidad. Sus gobernantes y gestores están prostituyendo la antigüedad. El alma del centro se ha ido. La dirección la ha puesto de patitas en la periferia, donde vivo yo.

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